lunes, 9 de mayo de 2016

EL FIN DEL COMUNISMO.



 

Especial 25 años de EL PAÍS.

La URSS en 1989: el fracaso de la perestroika




1.-El sistema político, un callejón sin salida
En el campo de la política, el fracaso de las reformas podía preverse a tenor del contradictorio espíritu que las animaba. En un país regido durante setenta años por el poder omnímodo del Partido Comunista, Gorbachov y su equipo habían abogado por una regeneración del sistema cuyo pilar indiscutible fuera el propio Partido, que debía así impulsarla a través de sus propios cauces. La finalidad era, en teoría, dotar de contenido real y eficacia ejecutiva a las viejas instituciones revolucionarias, en especial a los soviets, para acabar con el anquilosamiento, cuando no parálisis y corrupción del sistema de dominación.

Ello era así, en primer lugar, porque los grupos privilegiados dentro de la organización política, y por ende, del Estado, no parecían dispuestos a perder un ápice de su preeminente posición, mantenida a lo largo de los últimos decenios; es más, la fuerte estructura jerarquizada y consolidada a través de un largo proceso de burocratización se iba a mostrar inmune a cualquier cambio renovador.

En segundo término, el propio Gorbachov no parecía saber con claridad hasta dónde quería avanzar en la democratización del proceso político. Sus alegatos en pro del imperio de la ley, el respeto a las libertades fundamentales o al pluralismo entraron en flagrante contradicción con el mantenimiento del Partido Único, que durante su mandato, y hasta disolverse en la práctica, manejó los resortes de poder tales como el Soviet Supremo o el Ejército.

Sistema constitucional y hegemonía del PCUS fueron incompatibles, y el intento de acomodación entre ambos dejó insatisfecho a todos. Una parte importante de la población vio frustradas sus esperanzas de caminar hacia una democracia real, mientras que el Partido se vaciaba en lo ideológico y se desarmaba en lo organizativo. Ello provocó una consecuencia
fatal en un doble sentido: la nomenklatura y los dirigentes políticos en todos los niveles funcionales y territoriales no sólo perdieron credibilidad ante el pueblo, sino ante la propia estructura de la organización. En consecuencia, el Partido se desintegró paulatinamente en facciones y grupos y surgieron otras alternativas al margen de él.

El desmoronamiento del sistema llegó a todas partes. Incluso los dirigentes locales, a la vista de la pérdida de confianza de la sociedad, abandonaron los principios del centralismo democrático, interesándose más por promover las peticiones de sus electores –sobre todo, en las cuestiones nacionalistas– ante el peligro manifiesto de ser relevados de sus funciones bien en unos próximos comicios, bien por desórdenes públicos.

2.- La crisis económica.

La huelga minera del verano del 89, en el transcurso de la cual fueron unos comités creados ad hoc, y no los dirigentes comunistas locales, quienes coordinaron las acciones. Parecía lógico que si el PCUS había sido durante tantos años la fuerza articuladora más importante del Estado, su desintegración supusiera la del propio Estado soviético.

Gorbachov aspiraba a construir una economía mixta, introduciendo elementos de mercado, descentralizando la gestión y mejorando tecnológicamente una producción que solo podía considerarse avanzada en los sectores ligados a las cuestiones militares y del espacio (de los 25.000 millones de rublos destinados en el presupuesto a la ciencia, 20.000 iban a parar a los militares). Por poner un ejemplo, el número de ordenadores disponibles era muy escaso, hasta el punto que la propia Administración central de estadística no contaba con ninguno. Y los resultados de las reformas económicas eran, por el momento, decepcionantes. Chernyaev escribía en abril de 1988: «No hay idea de cómo ajustar los mecanismos económicos para que trabajen de acuerdo con los nuevos principios. La producción cae, la oferta comienza a escasear en el mercado».

Chernyaev: «Tenemos desempleo y lo más probable es que siga existiendo, y nuestros sistemas de sanidad y educación se encuentran en tal estado que resulta embarazoso mencionarlos. La norma de las vacaciones en Occidente es de 5 semanas; aquí son dos. La gente no puede vivir con nuestras pensiones. La calidad de la vida está de 2 a 3 veces por debajo de la de Occidente». No lo veía como el resultado de una coyuntura desfavorable, sino como la constatación del fracaso de «las normas y principios con los que hemos vivido durante dos tercios del siglo XX». Tales críticas eran exageradas. La televisión y la prensa mostraban ahora a la población una imagen idealizada de la vida en el Occidente capitalista, que ignoraba sus limitaciones y escondía la pobreza. Y su resultado fue que condujeron finalmente a que lo que pretendía ser una rectificación acabase convirtiéndose en un desastre: el régimen soviético no iba a ser derribado por sus enemigos interiores o exteriores; sino por la renuncia a los principios que le daban sentido. Habiéndolos perdido, hizo implosión.
De acuerdo con Mark Harrison, la economía soviética no necesitaba tantos cambios, y su colapso se produjo a partir de 1990 por la intromisión de Gorbachov. Harrison combate los tópicos habituales sobre el fracaso económico soviético y muestra que de 1928 a 1987 la productividad creció establemente, que el PNB per cápita se multiplicó por cinco, que la economía soviética avanzaba hacia igualar a las occidentales a mediados de los años setenta y que entonces fue cuando comenzó a frenar su progresión, pero conservando un crecimiento positivo.

3.-El Muro se derrumba (marzo de 1989-noviembre 1989)

Gorbachov sabía que el Imperio estaba perdido, que debía dejar de ayudar a los países del Este,sobre todo su ayuda en recursos energéticos.Al tiempo que se debía evitar la intervención de las tropas soviéticas y que había que aceptar la opinión de los pueblos.

En julio de 1989 se celebraba en Bucarest la reunión del Consejo político consultivo del pacto de Varsovia en lo que parecía ya una ceremonia funeral. Ceausescu y Honecker pensaban aún en persuadir a sus colegas para que prestasen «ayuda fraternal a Polonia», al modo que lo habían hecho en 1968 con Checoslovaquia, mientras Gorbachov hablaba ilusionado, convencido de que unos regímenes socialistas renovados por la democracia podían persistir. Pero la mayoría de los dirigentes de estos países se daban cuenta de que no podían subsistir sin los subsidios económicos y las tropas de la Unión Soviética, de modo que comenzaron a prepararse para la transición.


En medio del desconcierto general, Günter Schabowski, un miembro del politburó que actuaba como portavoz aquel 9 de noviembre, se presentó en la rueda de prensa fijada para las seis de la tarde, cansado y soñoliento, y en el último momento leyó por inadvertencia —lo había incluido entre sus papeles por equivocación—una disposición que había de entrar en vigor al día siguiente, y que no tenía el alcance global que los presentes interpretaron, al entender que se permitiría a los alemanes del este abandonar el país directamente por la frontera con el oeste, sin necesidad de pedir autorización alguna. A la pregunta de un periodista acerca de cuándo entraría en vigor el decreto, Schabowski, hurgando entre los papeles, contestó que inmediatamente.
Al día siguiente, 10 de noviembre, c escribía en su diario: «El muro de Berlín ha caído. Una época entera de la historia del “sistema socialista” ha llegado a su fin. (...) No se trata ya del socialismo, sino de un cambio en el balance mundial de las potencias: el fin de Yalta, el fin del legado de Stalin y de la derrota de la Alemania nazi en la Guerra mundial».

4,-La extraña Revolución rumana.


Solo en Rumania puede decirse que el cambio fue el fruto de una revolución, nacida en un clima social de malestar como consecuencia de los abusos en el terreno de los derechos humanos y de la escasez de unos alimentos que el gobierno destinaba fundamentalmente a la exportación. Ceausescu se creía tan seguro en esa especie de monarquía en que había convertido el estado rumano, que marchó a Teherán el 18 de diciembre para negociar el intercambio de petróleo iraní por armas rumanas, mientras en Timisoara se producía una manifestación que fue duramente reprimida, con 70 muertos en los primeros días, hasta que el ejército se negó a seguir reprimiendo en gran escala y se retiró a los cuarteles. De regreso de Irán, el día 20, Ceausescu reunió al Politburó y ordenó que al día siguiente se organizase una grandiosa manifestación de adhesión en la plaza del Palacio de Bucarest para mostrar el apoyo de los obreros a su política. Estaba convencido de que contaba con la adhesión de su pueblo; pero, ante su estupor, el discurso que estaba pronunciando se vio interrumpido por una parte de la multitud, que comenzó a gritar el nombre de Timisoara. La propia sorpresa que le obligó a interrumpir el discurso que estaba leyendo mostró su debilidad y contribuyó a que arreciaran las protestas.





La policía no intervino en el momento y muy pronto se unieron a los manifestantes de la plaza millares de ciudadanos que habían visto lo sucedido por televisión. Empeñado en resistir, Ceausescu ordenó a la policía y al ejército que reprimieran a los manifestantes a tiros, mientras él permanecía en el palacio, rodeado de su guardia personal. Las fuerzas armadas causaron aquella noche treinta y cinco muertos, pero a la mañana siguiente habían desaparecido de las calles y la multitud volvía a reunirse pacíficamente en la plaza del Palacio, mientras en el interior del edificio ocurría una serie de dramáticos incidentes que condujeron a la muerte del ministro de Defensa, general Milea, acusado de traición por no haber ordenado que el ejército disparase sobre los manifestantes; su muerte contribuyó a que los militares abandonaran la causa de Ceausescu. La situación se precipitó al día siguiente, cuando los soldados comenzaron a confraternizar con la multitud, mientras el Conducator y su esposa Elena huían en un helicóptero, abandonados incluso por sus guardias. Se formó apresuradamente un Consejo del Frente de salvación nacional integrado por 36 miembros: antiguos dirigentes del Partido Comunista (su jefe, Ion Iliescu, había sido secretario del partido hasta 1971), militares y disidentes, mientras los partidarios del dictador depuesto, y en especial los miembros de la policía de seguridad, que tenían motivos para temer el castigo que podían recibir, mantuvieron dos días de violencia indiscriminada, y sin objetivo aparente, que produjeron más de un millar de muertos. Asustados ante la violencia y el desorden que se estaba produciendo en Rumania, y temiendo que pudiera extenderse al resto de los Balcanes, los norteamericanos pidieron al gobierno soviético, a través del secretario de Estado James Baker, que interviniera con sus tropas para controlar la situación.

Ceausescu y su esposa Elena, entre tanto, trataban en vano de huir del país. Capturados, fueron objeto de un simulacro de proceso y se les ejecutó de inmediato. «Todavía no sabemos qué sucedió exactamente entre el 22 y el 25 de diciembre», se ha escrito. Se ha dicho que lo ocurrido fue «un golpe de estado que confiscó la revolución», en medio de la violencia desatada en una etapa de anarquía a manos de unos llamados «terroristas». Pero la verdad es que ni en Rumania ni en ninguno de los otros países de la Europa del este se puede hablar exactamente de «revolución», aunque los acontecimientos estuvieran acompañados por grados diversos de agitación popular. Con motivo de la conmemoración de los veinte años de estos sucesos, en 2009, Philip D. Zelikow observaba que los nuevos estudios que se publicaban estaban abandonando la vieja imagen mítica de una revolución popular contra el comunismo, para incidir sobre todo en los rasgos de «una guerra civil dentro de las élites comunistas»: una especie de suicidio colectivo de los propios dirigentes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario