lunes, 27 de octubre de 2014

CONTINUANDO LAS ANDANZAS DEL PROTAGONISTA

Se supo que el rey don Alfonso VIII vino a Ávila porque los caballeros de nuestra ciudad se habían cubierto de gloria en la conquista de Cuenca. Esto reportó buenas prebendas a la vecindad. Llegó el ansiado trigo y no faltó el pan en mucho tiempo. También abundaron los ganados, los dineros y el vino. La vida se volvió más alegre y proliferaron las fiestas. Mas no por ello me vi libre yo de las hambres.

  En mayo, las gentes iban en romería a la ermita de los Santos Mártires, a solazarse en las praderas comiendo empanadas rellenas y dulces de todo tipo. Acudían también los moros a poner tenderetes donde asaban pinchos de carne especiada, cuyo aroma se extendía por varias leguas a la redonda. La flauta y el tamboril con sus alegres melodías animaban el jolgorio. Y los juglares aprovechaban para hacer dineros cantando, bailando o compartiendo sus juegos y truhanerías. A los nobles, esto les divertía mucho y, cuando ya estaban alegres por el vino, les llenaban el gorro de monedas.

  Para mí, hijo de un pobre cabrero y huérfano de madre, con apenas ocho primaveras, no había mejor manera de pasar la fiesta que unirme a un tropel de rapazuelos desaliñados e ir por ahí, a ver si caía algo de lo que les sobraba a los ricos, a repelar huesos como canes hambrientos y a sustraer alguna cesta aprovechando un descuido.

  Estando en estos menesteres propios de muchachería alampante, me sucedió algo que no puedo achacar sino a milagro de Dios, que debió de abajarse y compadecerse de mi existencia mísera.

  En nuestro deambular buscando qué llevarnos a la boca, oímos por ahí decir a alguien que acababa de llegar a la ermita don Bricio, arcediano principal que era, canónigo y clérigo muy poderoso de quien comentaban que solía apiadarse de los pobres y repartir limosnas cuando las campanas repicaban a fiesta. Allá corrimos, ansiosos de dar cuenta de nuestra parte confiados en tales rumores. Atravesamos.
velozmente los prados, como bandada de gorriones, y fuimos a apostarnos junto a la puerta principal del templo, donde ya se reunían decenas de menesterosos, cojos, ciegos y muchachería de la misma o peor traza que nosotros. Sujetas por la servidumbre, aguardaban también las mulas del tal don Bricio, repletas las alforjas de panecillos y roscas. Se nos hacía la boca agua.

  Salió el clérigo después de hacer sus rezos. Era la primera vez que veía yo a aquel extraño hombre. Me pareció un gigante, alto y robusto como una torre, cuyo tamaño se duplicaba por los ropajes ampulosos; túnica de lino, capa y sobrepelliz de pelo de lobo. Tenía unas enormes manos enguantadas en cuero rojo, sobre el que brillaban los anillos de oro, y su gran cabeza la cubría un píleo de fieltro negro. Caminaba muy erguido, con semblante adusto y mirada dura que daba miedo, perdida en la nada.

  —¡Don Bricio, caridad! —le gritó un anciano harapiento.

  Pareció salir el arcediano de su trance y clavó los ojos en él.

  —¡Caridad, don Bricio, por amor de Dios! —insistió el viejo menesteroso—. ¡Por los Santos Mártires benditos, que están en la Gloria!

  El resto de los necesitados nos manteníamos a distancia, como temerosos de aquel imponente clérigo, de quien poco parecía esperarse. Pues, por mucho que se hablase de sus buenas obras, era aún muy desconocido en Ávila, por no llevar allí ni un año, después de que acudió con el rey el pasado junio a instalarse en un caserón, de donde salía apenas para el oficio de la catedral. Sólo se sabía de él, a más de que daba limosnas en las fiestas, que era un gran guerrero capaz de desbaratar a una veintena de moros de un único mandoble.

  Con voz que parecía salida de una caverna, don Bricio preguntó al anciano mendigo:

  —¿Qué te hace falta, abuelo?

  El viejo abrió unos grandes ojos esperanzados y extendió sus crispados dedos sarmentosos.

  —¡De todo! —clamó.

  El clérigo hizo una seña a sus criados, los cuales acudieron en seguida con una cesta de panecillos y varias talegas llenas de ropa usada. A un nuevo gesto de su amo, entregaron al menesteroso un lote de comida y vestidos, entre los que había una gruesa capa remendada.

  —¡Dios os bendiga, buen don Bricio! —rezó el viejo.

  Después de ver esto, los demás pobres que allí estábamos nos abalanzamos como un solo hombre hacia tan generoso benefactor. Los criados no daban abasto repartiendo pan y prendas, hasta que se les agotó todo lo que llevaban. Entonces empezaron a gritarnos:

  —¡Ya no hay más! ¡Se acabó! ¡Fuera!

  Pero el pobrerío no estaba conforme, porque sólo se abastecieron los primeros en llegar. A los niños apenas nos tocó algún pedazo de rosca.

  —¡Don Bricio! ¡Don Bricio! ¡Caridad!… —suplicábamos.

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