Recuerdo Ávila. Aquella ciudad donde el frío se aferraba a las piedras. ¡Oh, Dios, cómo la recuerdo! Era yo tan pequeño como el más insignificante grano de trigo. Había junto a nuestra casa una tahona que emitía todas las mañanas aromas de pan tierno. Dormía junto a mis padres y su calor era lo más dulce del mundo. Pero el despertar me devolvía con el sol diariamente al hambre. Era esa hambre que nace con los primeros dientes. No tendría yo cinco años y mis hermanos menores amanecían agarrados al pecho de nuestra madre. A mi edad, no había más leche para mí que una aguada mixtura hecha de castañas machacadas, harina tostada y miel; muy poca miel, sólo la suficiente para dejar en el paladar una triste añoranza de la teta perdida. Vagábamos los niños por las calles embarradas, junto a las cabras y los cerdos. A mediodía, me embargaba una debilidad tan grande que me hacía perder el sentido de la existencia. Me dormía de repente echado sobre un montón de arena y sentía lejanos a los niños, en mi tibio sueño, a mi alrededor, enfrascados en sus juegos, voces y risas. No sé de dónde sacaba las fuerzas para corretear al despertarme. Íbamos a solicitar algún mendrugo a la casa de los ricos. Éramos despedidos a escobazos. Si alguien se compadecía y nos arrojaba un puñado de ciruelas pasas, no nos hacía ninguna merced, sino que nos abocaba a una pelea cruenta. Más de una vez me abrieron la tierna piel a dentelladas los muchachos mayores. ¡Creedme, soy hijo del hambre!
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TAHONA MEDIEVAL |
Recuerdo que alguien anunció que venía el rey. Mi padre estaba alegre como el más feliz de los hombres. «Ahora acabarán nuestras penas», decía. Pasaban los días, las semanas y los meses. Para un niño, la vida transcurre lentamente. Quizá pasó un año. No sé cuánto tiempo. Se olvidó esa promesa.
Llovió mucho en otoño. Nevó luego como si el cielo quisiera cubrir la tierra. Sería abril cuando decían que no había pasto para las reses y la gente se moría agarrotada y firme como pura roca. La primavera se retrasó y sólo comíamos gachas rancias. Mis hermanos pequeños murieron aferrados a los pechos secos de nuestra madre. El cielo estaba tan oscuro como los mantos de las viejas.
—¡Llega el rey! —oímos gritar una mañana de mayo, cuando las campanas de la catedral despertaron a todo el mundo.
Mi padre se echó la raída capa sobre los hombros y fue a ver. Cuando regresó, gritó:
—¡Viene! ¡Viene el rey! ¡Por fin! ¡Sea loado Dios!
Mi madre estaba muy enferma, pálida y triste. Apenas esbozó una sonrisa y se quedó muerta. Creo que, como mucha gente, vivía esperando ese momento, la llegada del rey. Pero no le quedaron fuerzas para gozarlo.
Un sacerdote roció con agua bendita toda la casa. Amortajaron el cuerpo con una manta remendada y lo llevaron a la iglesia de San Vicente, en cuyo huerto la sepultaron. El sol primaveral de la mañana bañó la húmeda tierra. Una anciana vecina me envolvió con su toca y toda la tristeza del mundo me cubrió ese día.
Transcurrió la primavera casi tan fría como el invierno. Hasta bien avanzado el mes de mayo no cobró fuerza el sol, cuando cesaron los helados aguaceros. Después de tan largos y oscuros tiempos, pareció que brotaban todas las flores de la creación. Los prados verdes se tornaron amarillos, blancos y morados. Las reses pacían orondas, rebosantes de salud, mas sabíamos que nadie probaría su carne, que estaba reservada únicamente para los señores y los canónigos de la catedral.
Tal y como anunciaron, no bien se cumplieron dos semanas cuando al fin se oyeron a lo lejos los añafiles y los timbales una bonita mañana de primeros de junio. Llegaba el rey.
Ávila amaneció engalanada con ramas de olivo y ciprés, flores, estandartes y tapices en los balcones de todos los palacios. Se congregaban los caballeros y nobles del reino venidos de las llanuras y los montes, así como los hombres del burgo de cuantas ciudades, villas y aldeas tenían renombre. Coros de austeros monjes y frailes salían de sus monasterios y conventos para entonar la salmodia en las plazas.
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ALFONSO VIII Y LEONOR DE PLANATGENET |
Los niños nos metíamos por entre las piernas de la gente, como perrillos curiosos, para ir a gatas a ponernos en primera fila. Nos llovían pescozones, puntapiés y pisotones por todas partes, mientras aspirábamos casi a ras de suelo el nauseabundo olor de las inmundicias que cubrían la tierra: heces de animales y personas, orines y desperdicios. Pero podías encontrar felizmente algo que llevarte a la boca en medio de aquel jolgorio: algún pedazo de galleta, un pezón mordisqueado de manzana, habas secas, nueces o peladillas que se les caían a los ricos en el ajetreo de ir a buscar un buen lugar para ver la llegada.
Recuerdo todo aquello con la luminosidad propia de la mente de los niños. Me parecía que Dios Nuestro Señor mismo bajaba a la tierra rodeado de todos sus ángeles. Resplandecía la catedral bajo el sol de mediodía en un firmamento limpio, azul, lleno de alborotados pájaros que revoloteaban asustados en todas direcciones. Entre los cantos y el bullicio alegre de la multitud, vine a creer firmemente que estaba próximo el fin de todos mis males, puesto que el rey pondría remedio a las hambres y las enfermedades.
Oyose estruendo de caballería. Apareció una hueste bien organizada que venía en alegre trote, alineados de cuatro en cuatro, por la calle Mayor para abrir paso. En seguida entraron los peones de a pie, con sus sacabuches y albogones, soplando a todo meter, como si llegaran cien bueyes mugiendo embravecidos. Toda esta gente se fue por las calles adyacentes para dejar desocupado el centro de la plaza Mayor. Entonces se vio venir a los caballeros sobre sus monturas, bien pertrechados con pulidas armaduras que parecían de plata. Cada uno de ellos llevaba el pendón con sus armas bordadas en vivos colores. Siguieron los condes, duques, obispos y abades de ampulosos ropajes, túnicas, capas y vistosos hábitos. Causaron la mayor impresión las damas, por sus altos tocados de diversas sedas, plumas y arreglos coloridos; por sus manos enguantadas y los delicados jaeces de sus monturas, así como por las muchas campanillas que tintineaban prendidas en los arreos.
Los atambores y las dulzainas avisaron de que era próximo el monarca. Entonces el gentío se agitó mucho y clamó en griterío solicitando las mercedes que esperaban de esta venida: auxilios de todo tipo, trigo, simientes, hierro para forjar herramientas y armas, dineros y licencias para ocupar tierras.
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albogones |
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sacabuches |
Salió de la catedral en procesión la imagen de la Virgen por la Puerta del Evangelio al tiempo que se alzaban al cielo los tañidos de un carrillón de campanas. En ese momento irrumpió el rey en la plaza cabalgando sobre un brioso corcel. Vestía don Alfonso armadura de placas y camisote de cota de malla, sobre el que lucía la sobreveste ajustado de buen tejido color azul con bordados de oro. Cubría su cabeza un bacinete puntiagudo circundado por la corona dorada, el cual se sacó nada más ver frente a él a la Virgen. Al tirón del palafrenero, el caballo se arrodilló extendiendo sus gualdrapas por el suelo y descabalgó el rey, que fue a postrarse ante la bendita imagen. Me fijé en su cara; era apenas un muchacho de escasa barba y rostro sonrosado.
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PALAFRENERO |
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CABALLEROS CON ARMADURA DE PLACAS.
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Iniciaron los monjes sus cantos, pero en seguida fueron ahogados por los gritos de la multitud que, recuperada de su inicial asombro, enloqueció de entusiasmo:
—¡Santa María guarde a nuestro señor el rey! ¡Viva el rey! ¡Viva, viva, viva…!
Ya no pude ver más, pues aquella turba incontenible logró rebasar a los guardias que la mantenían a prudente distancia y avanzó en avalancha hasta nuestro rey. Sentí una fuerte patada en los labios y pronto saboreé el salado brotar de la sangre en la boca. Entonces comprendí la causa de la colectiva locura: todo el mundo se agachaba a recoger las monedas que los criados del rey tiraban al aire. Cientos de manos ávidas recorrían el suelo para hacerse con la plata.
Estaría de Dios que sacara yo algo bueno de aquello, porque cayó delante de mis narices un brillante dinero de pepión. Mi pequeña mano saltó como un resorte y lo asió de tal manera que una vieja ladrona que estaba al lado no consiguió quitármelo, por fuerte que me clavara en los dedos las uñas y el único diente que le quedaba.
—¡Suéltalo o te mato, niño asqueroso! —me gritaba aquella arpía.
Pero yo logré zafarme de ella y corrí de allí como alma que huyese del diablo. Y cuando, seguro ya detrás de una esquina y lejos de la multitud, abrí los dedos amortecidos y contemplé extasiado mi tesoro, me sentí la criatura más dichosa de la tierra.
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