jueves, 6 de noviembre de 2014

Durante los años que transcurrieron mientras avanzaba mi adolescencia, el reino de Castilla gozó de cierta tranquilidad. Los moros habían sido arrinconados por nuestro rey Alfonso VIII más allá de las sierras, a los territorios del sur, donde contaban con la protección del valí de Sevilla, Abu Ishaq. Las batallas más duras se daban en tierras portuguesas, en Santarén, ciudad asediada por el califa de los almohades Abu Yacub Yusuf. Los caballeros de Ávila se unían cada temporada a la mesnada y partían en primavera acompañando al rey, para regresar antes del invierno, en torno a la fiesta de Todos los Santos. Por entonces murió el anciano obispo don Sancho y lo enterraron en la capilla central de la girola de la catedral. Fue aquél un duro invierno de viento y nieve. Contaba yo dieciséis años y ya tenía recibidas las órdenes menores.
  Transcurrió un año sin obispo en la ciudad y mi señor don Bricio acarició la esperanza de ser consagrado con esa dignidad. A decir verdad, nadie dudaba de que el arcediano heredaría el báculo, pues contaba con méritos suficientes y la plena confianza de su antecesor hasta el mismo momento de su muerte.
  Pero en la Pascua llegó aviso de Roma anunciando que pronto acudiría un nuevo obispo a hacerse cargo de la sede vacante, de nombre don Domingo. Don Bricio asumió la noticia, pero quedó visiblemente marcado por la tristeza. A los ojos de toda Ávila, este nombramiento no hacía justicia al arcediano, pero nadie dudó en acatar el designio del pontífice.
  El nuevo prelado hizo entrada en la ciudad en junio. Salió solemne procesión a hacerle recibimiento y me correspondió portar la cruz de guía. En la puerta principal de la muralla, mi señor don Bricio hincó la rodilla ante su nuevo superior y acto seguido le presentó una reliquia para que la venerara y besara en señal de obediencia a las tradiciones de la sede. Se cantó el tedéum frente a la catedral y se decretó gran fiesta por tres días.

(.....)

 Progresaba yo en mis estudios y en el oficio de la guerra mientras me iba haciendo hombre. Pero no sabía del enemigo sino por lo que me contaban quienes venían del frente.
  También don Bricio me aleccionaba en esas materias. Por aquel tiempo languidecía vencido por la nostalgia. Con casi cincuenta años se iba sintiendo viejo y recordaba con pena su juventud; cuando acompañaba en la hueste al rey. Eran tiempos de grandes hazañas: las conquistas de Coria, del castillo de Calatrava, Baeza, Almería…
  Para no consentir que terminara de vencerle la melancolía, resolvió retornar a la afición de la caza, que abandonó por consejo del difunto obispo don Sancho, que no lo consideraba propio de clérigos. Mas don Bricio la retomó como remedio de su mal, entendiendo que la actividad física y el contacto con la naturaleza reactivaría los humores de su poderoso cuerpo.
  Como por aquel tiempo le acompañaba yo a todas partes haciéndole de paje, fui testigo de la petición que le hizo el arcediano al obispo para que le permitiese dedicarse a los menesteres de la caza en su tiempo libre. Don Domingo era un hombre del norte, menos guerrero que pastor de almas, para quien las armas y la caza eran asuntos no tan familiares. Cuando don Bricio —a quien su superior apenas le llegaba a la altura del pecho— le preguntó desde su gran altura con toda humildad si podía dedicarse a la cetrería, el prelado le miró con desdén y le contestó:
  —Dedicaos a lo que os apetezca, arcediano. A vuestra edad, ¿quién puede prohibiros algo tan libre de culpa?
  Cuando salimos del palacio del obispo, mi señor don Bricio iba cabizbajo y pensativo. Se detuvo un momento, me puso la mano en el hombro y preguntó con una mirada llena de abatimiento:
  —Dime la verdad, Blasco, muchacho, ¿soy un viejo?
  No estaba dispuesto yo a aumentar su pesadumbre, así que respondí:
  —¿Vos un viejo, señor? ¡Nada de eso! Sois el hombre más fuerte de Ávila, todo el mundo sabe eso.Se le iluminó el rostro y afirmó el paso, como si hubiera recobrado juvenil brío. Pero luego, cuando ambos estábamos sentados a la mesa para comer en un mesón cercano, volvió a quedarse pensativo y, como hablando solo, comentó:

  —«A vuestra edad», «a vuestra edad»… ¿Qué demonios habrá querido decir el señor obispo? ¿Qué edad es la mía? Con cinco años más que tengo yo ahora, don Alfonso el Emperador daba batalla a los moros en Almería con la misma entereza que el más ágil y joven de los caballeros. Eso lo vi con estos ojos que se han de pudrir bajo tierra, cuando era yo un muchacho como tú.

  Después de decir esto, apuró en dos tragos la media jarra de vino que estaba sobre la mesa y luego la sacudió en el aire dando un fuerte vozarrón:

  —¡Mesonero! ¡Más vino! ¡Y esa condenada carne, cuándo la vas a traer! ¿Es que has ido a matar al cerdo?

  —¡Ya va, señor arcediano! —contestó el mesonero—. ¡Tened paciencia!

  Don Bricio perdió la mirada en la bóveda del mesón, ennegrecida por el humo y la grasa.

  —¡Paciencia! —exclamó—. ¡Dios bendito! Paciencia es lo que a mí me está sobrando en esta ciudad. Llevo aquí diez años con más quietud que las torres de esa muralla de ahí fuera. ¡Paciencia! «Paciencia», eso me pidió el rey cuando me mandó venir. ¡Con lo bien que estaba yo campeando por ahí contra el moro! «Ten paciencia, Bricio —me prometió el rey—, que no ha de pasar esta Semana Santa sin que te llegue la mitra». Diez años ha de aquello. Tenía yo cuarenta cumplidos. ¡Un mozo era yo! Y ahora viene éste y me dice que «a vuestra edad…». ¡Mandangas! Movimiento es lo que yo necesito. No hay más edad que las ganas de dar guerra.

  Nunca había visto yo al arcediano tan desesperado como aquel día. Me sentía honrado por la confianza que me manifestaba a pesar de mi mocedad; pero me entristecía ser testigo mudo de sus amargas quejas. Así que me armé de valor y, aun arriesgándome a resultar atrevido, le dije:

  —¿Y si volvierais a la guerra, señor? Aún sois joven. Según referís vos mismo, el gran rey Alfonso VII daba batalla con edad próxima a los sesenta años. A vos os queda tiempo para eso.
  Asintió con la cabeza y observó:
  —Mi señor el rey Alfonso el Emperador murió a los pies de una encina, agotado, después de perder Almería. No era ya un hombre joven…
  —Mas murió haciendo lo que debía, señor. Dios premiará sus desvelos por devolverle esta tierra a Jesucristo.
  Me miró con una ternura infinita y sus ojos grisáceos enrojecieron repentinamente. Mientras se enjugaba las lágrimas, me dijo con entrecortada voz:
  —Me encanta oírte decir eso, muchacho. Lo que yo preciso es gente como tú a mi lado. ¡Ánimos es lo que yo necesito, y no que me recuerden la edad!
(...)  Después en un día de caza: Loco de contento, saboreaba yo mi victoria cuando se oyeron voces por detrás de la tapia.
  —¡No, por caridad, no lo hagáis…!
  —¡Eh, quién anda ahí! —inquirió don Bricio.
  —Ay, señores, no me hagáis ese perjuicio —irrumpió gritando un hombrecillo que venía alzando las manos lleno de espanto.
  —Pero… ¿qué pasa? —le preguntó el arcediano.
  El hombrecillo saltó la tapia y contempló el jabalí muerto que los perros zaleaban sobre el pasto.
  —¡Ay, Virgen santísima, qué desatino! —se lamentó—. ¡Cómo habéis hecho esto, señores! ¡Mi pobre puerca! ¡Ay, qué desastre!
  —¡Cómo que tu pobre puerca! —dijo don Bricio—. Del campo es y por tanto de quien la caza.
  —Que no, señor, que es mía —sollozaba el hombre—. La crie yo desde que era rallona, con leche de cabra primero y luego con algarrobas. ¡Ay, qué desastre! Me habéis matado la puerca, ahora que iba a parir lechones. ¡Ay, cuando mi pobre mujer se entere! ¡Qué pena tan grande! ¡Qué poca caridad!…
  Resultó que aquel hombrecillo vivía un poco más allá, en una cabaña, junto a su mujer y sus cuatro hijos. Era el guarda de los ciruelos y los nogales, que cuidaba para sus dueñas, las monjas de un cenobio cercano. Tenía también este hombre algunos animales, cabras, gallinas y cerdos, entre los cuales criaba mansamente a la puerca recién muerta, que era cruce de cerda doméstica y jabalí.
  —¡Cómo habéis hecho esto, señor don Bricio…! ¡Un hombre de Dios como vos! ¡Ay, madre mía! —gritaba fuera de sí, llevándose las manos a la cabeza, ante la mirada atónita y compadecida del arcediano.
  Me pareció que aquel hombre no tenía derecho a recriminar a mi amo, así que me fui hacia él y le espeté:

 —¡Qué dices, majadero! ¡Cómo se te ocurre decirle eso al señor arcediano! ¿No te das cuenta de con quién hablas? Si dejaste suelta la puerca, es culpa tuya que la hayamos matado. No hay nada más que verla para creer que era animal salvaje y no doméstico. ¿Cómo íbamos a saber que tenía dueño? Anda, márchate con tu asquerosa puerca y no molestes a mi señor con tus gritos y lloriqueos.
  —¡Ay, Dios bendito, qué injusticia tan grande! —exclamó el hombre, hincándose de rodillas y entrelazando los dedos para implorar a los cielos con muchos aspavientos.
  Don Bricio se aproximó entonces al caballo y extrajo de la talega la bolsa donde llevaba el dinero.
  —¿Cuánto vale la puerca? —le preguntó al dueño del animal cazado.
  —Diez maravedís de plata cuesta un cerdo bien criado en el mercado de las calendas de enero —respondió sin dudarlo el hombre—, eso lo sabe todo el mundo.
  —Pues toma quince —ofreció don Bricio tendiéndole las monedas.
  —¡Ah, qué abuso! —grité yo—. ¡No hagáis tal cosa, señor! ¿No os dais cuenta de que es un aprovechado?
  —¡Calla, que nadie te ha dado vela en este entierro! —me recriminó con autoridad mi amo—. Con mi dinero hago lo que quiero. ¿O vas a tener tú envidia porque sea yo justo?
  Esto me enojó mucho, porque me daba cuenta de que el hombrecillo quería aprovecharse y sacar el mayor beneficio del paso de don Bricio por las proximidades de su cabaña.
  —¿Justo? ¡Pero si es una injusticia! ¡Esa marrana no vale ni cuatro maravedís!
  —Toma, buen hombre —dijo don Bricio dándole el dinero al guarda del convento y zanjando así la cuestión.
  Por el camino de regreso a la ciudad, iba yo muy contrariado. Porque lo que primeramente parecía ser un buen lance para mí en la caza se había desbaratado por ser el animal un manso cerdo doméstico. En vez de quedar yo como un valiente cazador, que no había dudado en arrojarse a la fiera, aparecía ahora a los ojos de don Bricio y de toda la servidumbre como un mero matarife.
  —¡Qué gracia! —reía sin parar el arcediano—. ¡Hay que ver qué cosas pasan…! ¡Ja, ja, ja…! Hemos matado una cerda creyendo que era jabalí. ¡Ja, ja, ja…!
  A mí no me divertía nada el asunto e iba echando chispas de rabia. Sobre todo, porque los lacayos se iban mofando de mí y hacían mucha guasa con el asunto.
  Más tarde, mientras cenábamos, seguía enojado y no abrí la boca. El arcediano se dio cuenta de que no acababa de encajar yo el suceso y me dijo:
  —Vamos, muchacho, no te lo tomes así. Búscale el lado bueno a la cosa. Hazte la cuenta de que mataste un jabalí y en paz. Saborea el aspecto más dulce de la jornada: Dios nos regaló con un hermoso día y vimos volar a las aves admirablemente. Hemos cazado mucho y hemos disfrutado del sol y de los campos bellos. ¡Anímate, hombre!
 
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