domingo, 16 de noviembre de 2014

UN MUNDO PERDIDO

Fonsado:


Realiza primera una lectura sobre el fonsado:

En la alta edad media hispánica, los ejércitos y las obligaciones de armas, caían únicamente entre las clases aristocráticas ( Ejército, sociedad y política en la península ibérica siglos VII y XI – Amancio Isla ). El ejército no se pretende ya el conjunto del pueblo como en la época visigoda. Sino la aristocracia armada y las gentes que bajo su pago u obligación podían convocar.
Siguiendo una tradición de origen germánico, común entre los carolingios y los anglosajones, los diferentes monarcas y nobles de los reinos del norte hispánico, establecieron normas y leyes mediante las cuales los labriegos y campesinos que vivían en sus dominios, tenían la obligación de acudir a la llamada de las armas de sus señores siempre que se les convocara bajo la ley del fonsado. De no acudir existía una multa llamada fonsadera.
Las primeras referencias al fossato, datan del siglo X en el reino leones. Sánchez Albornoz da un posible significado a la palabra (El ejército en el reino astur leones). Y Gonzalo de Berceo la utiliza como sinónimo de ejército en “El alegre fonsado”. (Ejército como sinónimo de multitud). Posiblemente su origen tenga una relación con el rey asturiano Alfonso y el reclutamiento que este realizó entre los habitantes del reino para combatir a los musulmanes.
También nos llega una posible referencia al fossato, a través del cronista Sampiro. Quien nos cuenta como el rey Ramiro II mandó a todos sus hombres prepararse para la guerra. Suponemos que los hombres libres y propietarios estuvieron igualmente forzados a personarse junto al rey o los condes locales. (Existe un viejo debate sobre la obligación de los hombres libres de acudir al ejército. Más recientemente se ha insistidos sobre su carácter selectivo desde finales del siglo VII). Por tanto concluimos que los hombres libres: propietarios y nobles, tenían la obligación de acudir al ejército como norma general si el rey lo pedía. Algo por otro lado plenamente homologable a las realidades europeo-occidentales. Una vez más hemos de advertir que concurrir a estas convocatorias era muestra y símbolo de pertenencia a una realidad social. Y para que engañarnos, la posibilidad de reparto de tierras y botín, atraía a muchos señores aristócratas que veían como sus dominios y pertenencias podían aumentar.
En un documento bracarense de principios del siglo XI – 1025- se distinguen dos tipos de llamada al fonsado. Por un lado el fossato de rex y el fossato de comités (liber fide nº22).
Podemos deducir que la llamada al deber militar, no era algo propio y único del rey, sino también de los condes y los nobles. Quienes tenían potestad para convocar a sus soldados y gentes al fossato independientemente de que el rey lo considerada oportuno, actuando en tal caso, para intereses personales y propios.
En la misma Galicia a mitad del siglo XI, hay un documento que nos hablan como dos magnates aristocráticos se enfrentaron por un litigio personal. Oduario Arias y Menendo Gonzalez.
El hijo de Oduario, llamado Arias, habría comenzado el conflicto agrupando una manus (partida de saqueo) con la que ataco las tierras de Menendo Gonzalez. Al ser finalmente capturado, el padre de Arias congregó una tropa de cierta envergadura denominada como: su gente y en fonsado. Lo que hemos de entender, como que Oduario convocó a sus hombres de armas, infanzones y soldados de pago, más a todos los campesinos de sus tierras en edad de armas bajo la llamada del fonsado para atacar a Menendo Gonzalez.
En este suceso vemos con claridad, que si bien quizás no eran del todo común, sí que en determinados momentos los aristócratas podían convocar a las gentes bajo sus dominios para que formaran parte de su ejército personal para defender sus intereses personales fossato de comités. Si bien en algunas otras ocasiones, y quizás para empresas de mayor tamaño, tanto de ataque como de defensa, el rey podía convocar a todos los nobles y aristócratas bajo los que ejercía control, al igual que a los campesinos que trabajaban sus tierras fossato de rex.
Dentro del ambiente militar castellano y leonés de mediados del siglo XI, aparece la palabra milities para nombrar a todos los personajes más o menos profesionales que componían el sequito, digamos fijo, de los grandes aristócratas. Según Amancio Isla (Ejercito y sociedad política en la península ibérica de entre os siglos VII y XI) el termino tiene un sentido aristocrático general, pero se emplea para nombrar al sector más modesto de la aristocracia. Seguramente una categoría dentro del ambiente militar, inferior al de infanzón. Estableciéndose una gradación desde los comités, los potestates y los milities. Esa milicia implica servicio y forma parte del que deben cumplimentar los que están en la dependencia de un señor. Quizás un término más apropiado al siglo XXI, sería el de capitanes de tropa (huestes, o mesnadas).
Como hemos visto, el fonsado, era la llamada del rey a sus súbditos, tanto libres como siervos a una expedición militar de defensa o de ataque. Si bien con el tiempo los propios aristócratas utilizaban el fonsado para convocar a sus siervos como parte de sus ejércitos para solucionar belicosamente sus propios asuntos o conflictos.
No obstante, en muchos casos se podía eludir la llamada al fonsado. La multa para tal caso era la fonsadera.


DEL LIBRO " EL ALMA DE LA CIUDAD" :


"...En mayo de aquel año, cuando cesaron al fin las lluvias que embarraban los caminos, los pregoneros anunciaron el edicto firmado y sellado por el rey Alfonso VIII. Mandaba el soberano que se interrumpieran las construcciones de los muros de las ciudades, de los puentes e iglesias, y que los caballeros y peones se proveyesen de armas y se dispusieran para ir en hueste, todos, desde el mayor al menor, atendiendo al requerimiento. Los preparativos fueron cuidadosos: reclutamiento de gentes, recaudación de fondos y acopio de víveres, armas y pertrechos. La ciudad de Ávila estuvo generosa a la hora de pagar la fonsadera, pues se habían predicado bulas de cruzada en nombre del papa Clemente III, que advertía acerca de los graves peligros que podían avecinarse después de la ruina ocurrida en Oriente..."


"...Partió de Ávila la gran hueste del rey camino del sur. En ella, en pos de mi amo, abandoné yo al fin el lugar de mi infancia. Me despedí de mi pobre padre y de mis hermanos, y sentí el desgarro de la nostalgia por los muchos recuerdos. Inevitable era pensar que tal vez no pudiera regresar jamás. Pero también sabía que, al marcharme de allí, dejaba atrás el lastre de mis humildes orígenes. Ahora sólo era Blasco Jiménez, acólito y mesnadero del rey. El mundo me franqueaba su vastedad.

  Avanzaba el ejército por los campos de Castilla. En cada ciudad, en cada villa y aldea se unían jóvenes caballeros y recios campesinos que portaban armas heredadas de sus padres y abuelos. Aumentaban el gentío, los víveres y los pertrechos. Éramos una enorme fila que se desplazaba ordenadamente. Delante cabalgaban veloces los guías y observadores para recorrer el terreno por el que habíamos de pasar. Detrás iban muchos mercenarios moros, aliados de don Alfonso VIII, dispuestos a guerrear contra los hombres de su misma religión a cambio de beneficios. Los seguían cada una de las huestes particulares: los grandes señores con sus caballeros, vasallos y peones. A continuación, según el orden del real fonsado, iban las órdenes militares: caballeros del Templo y de San Juan de Jerusalén, con sus priores a la cabeza. Tras los cuales cabalgaban los grandes clérigos del reino: arzobispos, obispos y abades. Entre ellos iba mi amo como capellán del rey, con los doscientos hombres que componían su mesnada. Ocupaba yo mi lugar como segundo escudero de don Brido, después de Hermesindo, que era el primero. Iban por último los grandes nobles del reino: infanzones, duques y condes que acompañaban al rey. Seguían las damas de la corte con la servidumbre, criadas, cocineros, ayudantes, pajes y lacayos de todo género. En la cola, a su paso, nos perseguía a distancia una innumerable fila de buscavidas, prostitutas, truhanes y mercachifles; gentes miserables que no sabían vivir sino en pos de los ejércitos..."

"...Siguiendo el mandato del rey, recorrió la hueste ordenadamente aquellos boscosos territorios, respetando villas y aldeas, sin tomar de las gentes que habitaban el valle otra cosa que el debido tributo correspondiente al fonsadero..."


"...A nuestro paso, se ocultaban los campesinos temerosos, muy conscientes de los graves perjuicios que sobrevenían con el paso de los ejércitos. Acudían sólo los señores, los alcaldes y los concejos a prestar juramento de vasallaje al soberano de Castilla y a informar acerca de las nuevas que se habían dado desde que el verano anterior por última vez rindieran cuentas ante su rey y dueño. Todos relataban la misma historia: los moros estaban lejos, en el sur, allende la ciudad de Cáceres. Había sido, pues, un año tranquilo. Aunque los pacíficos pueblos no se habían visto libres de las fechorías de alguna que otra banda de hombres sin ley, fueran musulmanes o cristianos, de los que abundan por ahí echados a los caminos como manadas de lobos hambrientos. Prometió don Alfonso dar con ellos y hacer justicia.

  Llegamos al fin al primero de nuestros destinos, un lugar llamado Ambroz, situado en un gran meandro del río Tiétar, donde el rey don Alfonso VIII había fundado el año anterior una aldea con vocación de ciudad que bautizó con el nombre de Ambrosía. La ribera que circundaba las murallas de la población era fértil, muy verde, merced a la abundancia de huertas regadas a base de norias y acequias dispuestas a la manera mora. En el llano pastaban plácidamente orondos terneros sobre la hierba aún verde; más allá, ingentes rebaños de ovejas se desplazaban hacia el sur guiados por sus pastores. En los campos cultivados crecían matas de legumbres y verduras de todo género; los frutales se extendían en desorden, entrelazando sus ramas en una maraña verde que dejaba asomar las coloridas frutas pendientes de ser recogidas. Circundando el cerro donde se alza la pequeña ciudad, el río Xerit abandona allí la dirección de poniente y traza una curva buscando el norte. Discurren las aguas por su cauce bordeando los árboles altos, entre los cuales se veía gente con enormes barcazas de las que se usan para cruzar de una margen a otra.

  Ambrosia era una ciudad muy pequeña y pobremente fortificada, a pesar de estar en territorio próximo a la frontera..."


Pasado un tiempo , formación en la Escuela de Toledo y experiencia en guerra...


"...Para mí, llegó un tiempo feliz. Era al fin libre y sólo tenía ya que responder de mis actos ante el obispo. Podría decirse que me había convertido en un hombre, para quien el estudio y la obediencia empezaban a reportar sus frutos. Don Bricio quería que los principales cargos de la ciudad estuviesen en manos de clérigos. De entre ellos nombró, pues, a los magistrados, consejeros e intendentes. Incluso el gobierno militar quería que fuese cosa propia del clero.

  —Eres joven y fuerte —me dijo un día—, mi fiel Blasco. Conoces ya la guerra y has visto algo de mundo. Pero, sobre todo, confío en ti como en mi hijo. Ha llegado para ti la hora de las responsabilidades. Nadie mejor que tú para gobernar a la ruda milicia que ha de defendernos. Te nombro tenente de la fortaleza de Ambrosía.

  Me quedé estupefacto. Mi amo me ponía al frente de los quinientos guerreros que componían la guardia de la ciudadela y el conjunto de las murallas. Podría haber escogido a cualquiera de los nobles y curtidos caballeros de la hueste, veteranos de mil batallas; sin embargo, me confiaba a mí, un joven sacerdote, nada menos que la custodia militar de su ciudad. Era mucho más de lo que siquiera hubiera imaginado..."

"...Pasaron un par de semanas en las que me dediqué a cazar con tanto placer que creí que no tenía nada mejor que hacer por el momento. Y no me daba cuenta de que Hermesindo, loco de envidia, se había estado entreteniendo con intrigas. Por culpa de sus enredos, había ya algunos miembros del cabildo que empezaban a creerse de verdad que yo era el niño bonito del obispo.

  No me habría dado cuenta de eso si no hubiera sido porque una de aquellas noches los bandidos penetraron en la ciudad y causaron algunos estropicios: hirieron a un pobre muchacho, robaron algunos objetos de valor y maltrataron a un anciano canónigo para lograr que les dijera dónde guardaba la plata. Por la mañana, cuando se descubrió el desaguisado, todas las miradas estaban puestas en la guardia y, como era natural, en mí.

  Don Bricio reunió al concejo y, muy disgustado, quiso saber quién era el responsable de todo aquello. Hablaron unos y otros. Las versiones se contradecían. Finalmente, a pesar de que algunos clérigos habían estado exagerando, se comprobó que los daños no eran tan graves como se pensó en un principio: el muchacho sólo tenía un golpe en la cabeza que no le impedía hacer vida normal; el canónigo había sido desnudado y abofeteado, por lo que estaba más maltratado en su honra que en su cuerpo, y no había soltado prenda de dónde tenía oculto su tesoro. A fin de cuentas, robaron sólo unas minucias, y empezaba a sospecharse que los ladrones eran algunos mozos desarrapados del arrabal; no bandidos de los que andaban echados a los campos, ocultos en tierras de nadie, que no solían dejar a sus víctimas con vida. Pero, acostumbrados a vivir en una tranquilidad sin demasiados sobresaltos, este pequeño incidente tenía encendidos a los ciudadanos.

  Tuve que soportar los reproches de los clérigos, delante del obispo. Intenté justificarme arguyendo que la muralla era débil y poco elevada en algunos puntos. Hubo quien me dio la razón y se discutió sobre la conveniencia de reforzar los muros. Pero Hermesindo entonces se encaró conmigo y me culpó de haber estado cazando, despreocupado de mis obligaciones. Me hablaba como si me odiara, rojo de rabia. Me acusó de negligencia y dijo que, de seguir así, las cosas irían a peor y Ambrosía perdería su seguridad. La mayor parte del concejo le daba la razón.

  Me vi impotente, inmerso repentinamente en una especie de juicio contra mi persona. Parecía que había sido yo mismo el autor de los robos y fechorías. Era injusto. Traté de defenderme como podía, replicando que aquello había sido algo fortuito, que no tenía por qué volver a suceder. Pero no me daba cuenta de que no hacía sino empeorar las cosas, porque los clérigos viejos, entre los que se contaba el que había sido ultrajado, ya estaban en contra mía antes de la reunión.

  Don Bricio escuchó muy atento lo que se decía. En esos casos solía dejar que todas las versiones fluyeran libremente, para poder él detectar dónde se hallaba la verdad. Bien sabía yo que juzgaría después en atención a lo que él consideraba «el justo medio»; es decir, sin beneficiar totalmente a nadie. Cuando consideró que se había hablado suficiente y que todas las razones estaban esgrimidas, sentenció:

  —Nadie puede evitar totalmente que haya ladrones. Desde que el mundo es mundo ha habido quienes se apropian de lo ajeno. La ley de Dios guarda el número séptimo de sus mandamientos para prohibir ese pecado. Quiere decir eso que, como tantas otras maldades del hombre, pertenece a este mundo, donde hace de las suyas Satanás, príncipe del mal. Pero cierto es también que, precisamente por eso, los hombres de bien deben correr a poner remedio a la iniquidad, no permitiendo que los ladrones campen por sus fueros. Creo que en esto hemos estado demasiado confiados. Yo, el primero de todos. Más culpable de lo que ha sucedido soy yo que el tenente de la guardia. Yo mismo le mandé ir a cazar, pues me pareció que le haría bien el ejercicio y algo de entretenimiento. No quería él abandonar su puesto, mas insistí tanto que acabó obedeciéndome como un buen hijo. Lo que ha sucedido después no es culpa suya; sino, en todo caso, del subtenente que ocupó su puesto como sustituto. Aunque, por esta vez, nadie cargará con las consecuencias del percance. Aprendamos del yerro. Que se refuercen las murallas donde haga falta y que la guardia ponga mayor cuidado.

  Esta solución y las explicaciones del obispo dejaron satisfecho a casi todo el mundo. Yo suspiré aliviado y regresé a mi oficio dispuesto a que no me volvieran a sorprender los ladrones.

  En cuanto a Hermesindo, tuvo que tragarse su rabia. Supuse que me cogería más inquina aún, pero no iba a comprobarlo, porque desde aquel día decidí retirarle la palabra.."

Tiempo después se reconcilian:

"...Salimos de la ciudad por la puerta del Sol. Era una mañana invernal de radiante luz. El río resplandecía allá abajo entre los desnudos troncos de los árboles y los senderos estaban abarrotados de gentes que iban y venían a pie, a lomos de caballerías o en sus carros tirados por bueyes. Las chimeneas del arrabal soltaban cientos de hilillos de humo blanco que se perdía en el cielo intensamente azul. Se me abrió el apetito sólo por imaginar lo que se cocinaría a esas horas en los muchos mesones que Hermesindo decía conocer. Pero, de momento, propuso:

  —Iremos primero a un par de tabernas que hay junto al molino, para abrir boca, pues es temprano. Y después, ¡ay, después! Prepárate, pues no has visto nada igual.

  Tenía razón al decir que el arrabal había cambiado mucho. Las viejas y destartaladas chozas de antaño habían sido sustituidas al pie mismo de las murallas por edificaciones de buena fábrica, casas de labranza con establos, graneros y palomares. También había muchos negocios de moros, bien situados junto a la carretera, almacenes de mercancías de al-Ándalus: telas, enseres de porcelana fina, cobre, vidrio y acero. Más adelante, se extendía todo un barrio abarrotado de tapices, lanas tintadas, cuero y especias.

  —Esto está irreconocible —comenté.

  —¡Claro, hombre, ya te lo dije! Ambrosía prospera gracias a la llegada de los comerciantes ismaelitas y hebreos. Esto pronto será un emporio; la auténtica puerta de Castilla.

  —Y tú cobras todos los impuestos —insinué maliciosamente.

  —Gracias a lo cual don Bricio puede seguir realizando la ciudad de sus sueños —repuso sin darse por aludido.

  Quizá fue ésta la primera vez que me di cuenta de que el tiempo había pasado. Ambos éramos ahora hombres importantes. La gente nos saludaba con reverencias, se apartaban a nuestro paso y nos trataban servilmente. Casi podía percibirse lo que pensaban y lo que se decían unos a otros con las miradas: «Ahí van el intendente del obispo y el tenente de la ciudad». Éramos jóvenes y aquello regalaba nuestras vanidades. Era una ilusión que tenía su propio encanto..."

"...—Mírate, amigo mío —dijo, paseando la mirada por mis vestidos—. Parece que aún andas en la hueste, de acá para allá, como un simple escudero. ¿No te has enterado de que ahora vivimos en una floreciente ciudad donde hasta los pobres se abrigan con lana leonesa? ¿Adónde vas así, vestido con tosco paño y capa remendada? ¡Eres el tenente de Ambrosía!

  Me fijé en él. Hermesindo llevaba túnica larga de buena lana color carmesí con bordados blasonados, manto forrado de piel con broche en el hombro derecho, capucha con borla de seda, guanteletes de tafetán y anillos en los dedos. Hacía ya años que ostentaba estas galas, como otros clérigos poderosos y nobles castellanos. Antes, en tiempos de guerra, estuvieron muy mal vistos los atavíos lujosos y las alhajas, se consideraban cosa de infieles; pero luego, con la tregua, las costumbres del levante y del sur se extendían por todas partes.

  —Ya sabes que a don Bricio le gusta la austeridad ..."

El protagonista enferma...

Desperté repentinamente envuelto en sudor. Tenía la mente muy espesa y no podía recordar por qué estaba en aquel salón. Creí que me hallaba solo, pero, al levantar la cabeza y mirar a un lado, descubrí la presencia de alguien que me observaba. Cuando mis ojos se hicieron a ver mejor en la escasa luz que había en la estancia, reparé en que se trataba de una de las muchachas que eran conocidas en la casa de Abasud como «los ángeles».

  Permanecí en silencio, muy quieto. Ella tampoco se movía. Me miraba fijamente. Y yo la miraba a ella. Era la joven rubia, delgada y ágil que tanto me gustaba.

  De repente tosí y empecé a tiritar de nuevo. Ella entonces se aproximó y clavó en mí sus azules ojos. Me puso la delicada mano en la frente y luego me acarició las mejillas.

  —Aún estás enfermo —dijo con voz suave—. Has dormido durante horas y debes seguir haciéndolo.

  —¿Dónde está Abasud? —le pregunté tímidamente.

  —Me encargó que cuidara de ti.

  Dicho esto, fue hacia la cocina y regresó al momento trayendo un recipiente con algo caliente.

  —Bebe esto; te sentará bien.

  Me incorporé y bebí. Mientras lo hacía, la miraba de soslayo. Era verdaderamente una mujer bellísima. Tenía un cuello largo y fino, la barbilla redondeada, los labios rosados y la nariz recta, perfecta. El cabello dorado le caía sobre los hombros. Un bonito vestido de color granate cubría su hermoso cuerpo. En mi estado febril, su agradable presencia era como una aparición.

  —¡Qué bella eres! —balbucí, dejando escapar un alocado pensamiento..."
"...—¿Quieres dar un paseo? —me preguntó ella por la mañana—. Ha vuelto el color a tus mejillas y ya no tienes fiebre. Las medicinas de Abasud han obrado en tu cuerpo. No te hará mal un poco de aire fresco.

  Abrió las ventanas. Fuera lucía el sol, pero un vientecillo frío penetró en la alcoba, helándome el rostro.

  —Se está bien aquí —dije, perezoso—, temo enfriarme de nuevo y recaer..."
"...—¿Qué te sucede? —preguntó.

  Era tan bella que se aflojaban todas mis fuerzas al contemplarla y la mente se me quedaba en blanco al encontrarme con su mirada dulce e inteligente a la vez.

  —¿Cómo te llamas? —musité con voz casi inaudible, asombrado.

  —¿Qué dices?

  —¿Cómo te llamas? —repetí, mirándola, cada vez más extasiado.

  —¡Ah, ahora te acuerdas de preguntar eso! Te he cuidado día y noche durante una semana y parecías no querer saber mi nombre, y ahora…

  —Estábamos solos los dos. Tú eras tú y yo era yo. No hubo necesidad de decir el nombre.

  —¿Y ahora? ¿Por qué hay necesidad ahora de conocerlo?

  —Si te pierdes, habré de llamarte de alguna manera.

  —¿Si me pierdo? ¡Qué bobo eres!

  Le cogí de la mano e insistí:

  —Vamos, dímelo ya.

  —Eudoxia —contestó en un susurro.

  —Te llamaré Doxia.

  —Es así como me conocen mis amigos.

  —¿Me consideras tu amigo?..."

Después de leer los textos:

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