“Mary Shelley guardó algo de cada uno —un poco de pelo, un pañuelo— para tenerlos presentes, aunque igual se presentaban por su cuenta.
Veía a sus hijos muertos en sueños y en el insomnio. Esas apariciones la hacían feliz y la asustaban. El duelo por el hijo varón la transformó en otra persona.
Hizo enterrar a William en el Cementerio Protestante de Roma pero al tiempo le avisaron que ahí pasaba algo raro. «No pueden encontrar la tumba de mi hijo», escribió en su diario.
Su marido también murió en Italia, en un naufragio. El poeta Shelley apareció ahogado en la orilla, desfigurado por el mar. Después de cremarlo en la playa, enterraron sus cenizas en el mismo cementerio donde habían enterrado a William. Ella no fue porque esas ceremonias eran asunto de hombres pero un amigo salvó el corazón de su marido del fuego, y se lo dio. Mary Shelley lo envolvió en la primera página de una poesía. Lo guardó y lo llevaba con ella. Iba por la vida con sus recuerdos físicos. Viajaba y se mudaba con sus reliquias, con sus fantasmas parciales y anatómicos; con una familia reducida, inanimada, a cuestas.
Cuando tenía cuarenta y cinco años, de paso en Italia, quiso ver la tumba de su hijo y confirmó los rumores: no estaba. Era una mujer de aspecto frágil, baja y muy blanca. Caminó por el cementerio, preguntó, buscó la tumba y no tuvo suerte, no pudo encontrarla. A otras madres les pasaba lo mismo. Los cementerios estaban desordenados. Había viudas perdidas, padres que exigían explicaciones al cuidador y la administración. Pero en su caso parecía el colmo, una ironía macabra: era Mary Shelley, había escrito un libro que todos asociaban a los ladrones de tumbas. Los cementerios le pertenecían por derecho de escritura, eran su zona literaria.
Años más tarde, un cáncer cerebral le tomó todo el cuerpo. El dolor de espalda la postró y perdió la sensibilidad gradualmente, hasta dejar de sentir todo, incluso el dolor. Un día escribía una carta y las palabras empezaron a deshacerse en el papel, se le fueron de las manos. Después se quedó muda, pero antes dijo que quería que la enterrasen con sus padres en Londres, en el cementerio de Saint Pancras.
A veces es difícil cumplir con la última voluntad de los seres queridos. Hay trámites que se interponen, problemas prácticos que impiden. La enterraron en Bornemouth, al sur de Inglaterra. Pero el tiempo terminó dándole el gusto y los cajones de sus padres viajaron hacia ella. Mary Shelley está enterrada con sus padres, con el único hijo que la sobrevivió y su nuera. Está enterrada con ellos y las reliquias que encontraron en su escritorio, guardadas con llave.
Encontraron papeles, un cuaderno de apuntes que había escrito con su marido, el corazón de su marido —envuelto en la primera página del poema Adonais— y reliquias de sus hijos.
Así, bajo una lápida sobria de mármol, el cuerpo de la mujer que escribió la historia del monstruo hecho de cadáveres, preside una funesta compañía familiar. Ese sepulcro es casi un cementerio resumido.
La vida de Mary Shelley también estuvo asociada a los cementerios desde la infancia. Vivió en un tiempo de ladrones de tumbas, disecciones y colecciones de Anatomía, un tiempo romántico de morbo y culto a la Vida. La presencia de la muerte y sus especialidades no era algo inusual en la vida de la gente, al contrario, pero llegó a extremarse en la suya. Respiraba ese clima. Hizo algo sorprendente con eso. Lo contó. Y ahora está enterrada con su propia colección.
La tumba de Mary Shelley es muchas tumbas a la vez. Si alguien la abriera y armara la figura de pelos, huesos y cenizas unidos por la sangre que ya no puede verse, no daría con un cuerpo humano regular sino con una criatura diferente, como un monstruo. Desandar el camino de ese cuerpo extraño es el propósito de estas páginas.”
Cross, Esther. “La mujer que escribió Frankenstein.”
“Con su letra grande, Mary Shelley escribe la historia del doctor Frankenstein y el monstruo. También escribe un diario, escribe cartas. Es lo que sabe hacer desde que era chica: lee y escribe.
Tiene diecinueve años. A los dieciséis, se escapó con Shelley a Italia. Shelley dejó a su mujer embarazada y sus dos hijos y ella dejó la casa paterna. Desde entonces, su vida es una serie de viajes al Continente y regresos humillantes a Inglaterra.
Los persiguen los acreedores y eso implica mudanzas, fugas, estadías de incógnito en Londres. No saldar una deuda es un crimen tan grave, y frecuente, que hay un cuerpo policial para arrestar a quien no paga.”
“«Golpean la puerta, deben ser los alguaciles», dice en el diario. «Shelley salió, vinieron los hombres de negro», anota días después.
El suegro los persigue. Su propio padre no quiere verla pero al mismo tiempo exige apoyo financiero. Tienen que mantenerlo, es lo que Shelley había pactado con él antes de escaparse con Mary. Mary y Percy Shelley van a cargar con Godwin toda la vida. Vayan adonde vayan, le enviarán dinero. Si no lo hacen, Godwin reclama. Percy B. Shelley y Mary dicen que son felices pero tienen problemas económicos, se muere la gente que los rodea, sobreviven los que harían menos daño si estuvieran muertos.
Se endeudan porque no saben administrarse. Comparten lo poco que tienen, esperan una herencia que nunca llega porque el padre de Shelley es duro y resistente. Una vez pidieron prestado y después pidieron otro préstamo para pagar la deuda y se echó a andar una máquina implacable. El diario que escriben juntos tiene listas de lecturas y anotaciones literarias, pero los márgenes se llenan de cuentas que dan mal. Y encima, pasan parte de la vida de duelo porque se muere una hija, se mata una hermana.[…]”
“Hace cuatro meses, Fanny, su media hermana mayor, viajó a Swansea y se tomó un frasco de láudano en el cuarto de una posada. Mary recibió la noticia del suicidio de su media hermana, su amiga de juegos de la infancia. Enseguida empezaron los rumores: Godwin le prohibía a Fanny encontrarse con Mary y eso era insoportable para Fanny. Una tarde quería ir a buscar un relicario con pelo de Mary, y Godwin le prohibió salir: se sentía presa. Fanny se había enamorado de Shelley y por eso se había matado. William Godwin les dijo a sus amigos que Fanny estaba pasando una larga temporada afuera. Quería evitar otro escándalo. También salvaba a Fanny del castigo: los cuerpos de los suicidas se enterraban en un cruce de caminos con una estaca clavada en el corazón. Mary recibió una carta de su padre:
No vayas a Swansea, no perturbes la muerte silenciosa, no hagas nada que destruya la oscuridad que ella tanto deseaba (…) No nos expongas más a esas preguntas obvias que para una mente angustiada son el más severo de todos los juicios.”
“En las mesas de disección, los anatomistas leen, cuestionan, interpretan los cuerpos. En su mesa de trabajo, Mary Shelley mira al profesor de Anatomía y a sus alumnos, disecciona la disección. Escribe la historia de un cuerpo hecho de partes ensambladas por medio de suturas, sobre cuerpos trastornados y trasplantes. La escritora une en su escritorio lo que el hombre ha desunido en las mesas de Anatomía. Los cirujanos abren y cortan, el doctor Frankenstein cose. Percy B. Shelley corrige los borradores.”
Pasaje de: Cross, Esther. “La mujer que escribió Frankenstein.”
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