La Corte de Carlos IV. Benito Pérez Galdós.
La corte de Carlos IV es la segunda novela de la primera serie de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Prosiguiendo con las aventuras del joven Gabriel de Araceli, en este episodio se narran los sucesos conocidos como "la conspiración de El Escorial", una traición urdida por el príncipe Fernando y sus partidarios, en contra de su padre, el rey Carlos IV. La trama relata cómo es descubierta y desmantelada la conjura y los posteriores juicios a sus participantes, reflejando con minuciosidad la situación de la corte española a principios del siglo XIX.1
Argumento.
Después de participar en la batalla de Trafalgar, Gabriel consigue llegar a Madrid, donde trabaja como aprendiz en una imprenta y como criado de la actriz Pepita González. Pronto se enamora de la joven Inés, una costurera de 14 años que vive con su madre, viuda. Gracias a su trabajo para Pepita González, Gabriel entra al servicio de la Condesa Amaranta y entra en contacto con el ambiente rico en intrigas y conspiraciones de la corte madrileña. En ella será testigo de la frustrada conspiración del príncipe Fernando, contra su padre, el rey Carlos IV, y descubrirá un gran secreto relacionado con la joven Inés.
FRAGMENTOS
TEXTO 1:Las tareas de Gabriel.
“Después os hablaré de mi ama. Ante todo debo decir que mi trabajo, si no escaso, era divertido y muy propio para adquirir conocimiento del mundo en poco tiempo. Enumeraré las ocupaciones diurnas y nocturnas en que empleaba con todo el celo posible mis facultades morales y físicas. El servicio de la histrionisa me imponía los siguientes deberes:
Ayudar al peinado de mi ama, que se verificaba entre doce y una, bajo los auspicios del maestro Richiardini, artista de Nápoles, a cuyas divinas manos se encomendaban las principales testas de la Corte.
Ir a la calle del Desengaño en busca del Blanco de perla, del Elixir de Circasia, de la Pomada a la Sultana, o de los Polvos a la Marechala, drogas muy ponderadas que vendía un monsieur Gastan, el cual recibiera el secreto de confeccionarlas del propio alquimista de María Antonieta.
Ir a la calle de la Reina, número 21, cuarto bajo, donde existía un taller de estampación para pintar telas, pues en aquel tiempo los vestidos de seda, generalmente de color claro, se pintaban según la moda, y cuando ésta pasaba, se volvía a pintar con distintos ramos y dibujos, realizando así una alianza feliz entre la moda y la economía, para enseñanza de los venideros tiempos.
Llevar por las tardes una olla con restos de puchero, mendrugos de pan y otros despojos de comida a D. Luciano Francisco Comella, autor de comedias muy celebradas, el cual se moría de hambre en una casa de la calle de la Berenjena, en compañía de su hija, que era jorobada y le ayudaba en los trabajos dramáticos.
Limpiar con polvos la corona y el cetro que sacaba mi ama haciendo de reina de Mongolia en la representación de la comedia titulada Perderlo todo en un día por un ciego y loco amor, y falso Czar de Moscovia.
Ayudarla en el estudio de sus papeles, especialmente en el de la comedia Los inquilinos de sir John, o la familia de la India, Juanito y Coleta, para lo cual era preciso que yo recitase la parte de Lord Lulleswing, a fin de que ella comprendiese bien el de milady Pankoff.
Ir en busca de la litera que había de conducirla al teatro y cargarla también cuando era preciso.
Concurrir a la cazuela del teatro de la Cruz, para silbar despiadadamente El sí de las niñas, comedia que mi ama aborrecía, tanto por lo menos, como a las demás del mismo autor.
Pasearme por la plazuela de Santa Ana, fingiendo que miraba las tiendas, pero prestando disimulada y perspicua atención a lo que se decía en los corrillos allí formados por cómicos o saltarines, y cuidando de pescar al vuelo lo que charlaban..."
“Ir a avisar puntualmente a los mosqueteros para indicarles los pasajes que debían aplaudir fuertemente en la comedia y en la tonadilla, indicándoles también la función que preparaban los de allá para que se apercibieran con patriótico celo a la lucha.
Ir todos los días a casa de Isidoro Máiquez con el aparente encargo de preguntarle cualquier cosa referente a vestidos de teatro; pero con el fin real de averiguar si estaba en su casa cierta y determinada persona, cuyo nombre me callo por ahora.
Representar un papel insignificante, como de paje que entra con una carta, diciendo simplemente: tomad, o de hombre del pueblo primero, que exclama al presentarse la multitud ante el rey: Señor, justicia, o a tus reales plantas, coronado apéndice del sol. (Esta clase de ocupación me hacía dichoso por una noche.)
Y por este estilo otras mil tareas, ejercicios y empleos que no cito, porque acabaría tarde, molestando a mis lectores más de lo conveniente. En el transcurso de esta puntual historia irán saliendo mis proezas, y con ellas los diversos y complejos servicios que presté. Por ahora voy a dar a conocer a mi ama, la sin par Pepita González, sin omitir nada[…]”
Pasaje de: Benito Pérez Galdós. “La corte de Carlos IV.” 1873
Texto 2: El teatro.
“existía un compartimiento que separaba los dos sexos,...la separación avivaba en hembras y varones el natural anhelo de entablar conversación, y lo que la proximidad hubiera permitido en voz baja, la pérfida distancia lo autorizaba en destempladas voces. Así es que entre uno y otro hemisferio se cruzaban palabras cariñosas, o burlonas o soeces, observaciones que hacían desternillar de risa a todo el ilustre concurso, preguntas que se contestaban con juramentos, y agudezas cuya malicia consistía en ser dichas a gritos. Frecuentemente de las palabras se pasaba a las obras, y algunas andanadas de castañas, avellanas, o cáscaras de naranjas, cruzaban de polo a polo, arrojadas por diestra mano, ejercicio que si interrumpía la función, en cambio regocijaba mucho a entrambas partes.”
“Las macilentas luces de aceite que encendía un mozo saltando de banco en banco apenas le iluminaban a medias, y tan débilmente, que ni con anteojos se descubrían bien las descoloridas figuras del ahumado techo, donde hacía cabriolas un señor Apolo con lira y borceguíes encarnados. Era de ver la operación de encender la lámpara central, que, una vez consumada tan delicada maniobra, subía lentamente por máquina, entre las exclamaciones de la gente de arriba, que no dejaba pasar tan buena ocasión de manifestarse de un modo ruidoso.
Abajo también había compartimiento, y consistía en una fuerte viga, llamada degolladero, que separaba las lunetas, del patio propiamente dicho. Los palcos o aposentos eran unos cuchitriles estrechos y oscuros donde se acomodaban como podían las personas de pro; y como era costumbre que las damas colgasen en los antepechos sus chales y abrigos, el conjunto de las galerías tenía un aspecto tal, que parecía decoración hecha ex profeso para representar las calles de Postas o de Mesón de Paños...
“oyendo el primer diálogo entre D. Diego y Simón—. ¡Bonito modo de empezar una comedia! La escena es una posada. ¿Qué puede pasar de interés en una posada? En todas mis comedias, que son muchas, aunque ninguna se ha representado, se abre la acción con un jardín corintiano, fuentes monumentales a derecha e izquierda, templo de Juno en el fondo, o con gran plaza, donde están formados tres regimientos; en el fondo la ciudad de Varsovia, a la cual se va por un puente… etc… Y oiga usted las simplezas que dice ese vejete. Que se va a casar con una niña que han educado las monjas de Guadalajara. ¿Esto tiene algo de particular? ¿No es acaso lo mismo que estamos viendo todos los días?
Con estas observaciones, el endiablado poeta no me dejaba oír la función, y yo, aunque a todas sus censuras contestaba con monosílabos de la más humilde aquiescencia, hubiera deseado que callara con mil demonios. Pero era preciso oírle; y cuando aparecieron doña Irene y doña Paquita, mi amigo y jefe no pudo contener su enfado, viendo que atraían la atención dos personas, de las cuales una era exactamente igual a su patrona, “y la otra no era ninguna princesa, ni senescala, ni canonesa, ni landgraviata, ni archidapífera de país ruso o mongol.
—¡Qué asuntos tan comunes! ¡Qué bajeza de ideas! —exclamaba de modo que le pudieran oír todos los circunstantes—. ¿Y para esto se escriben comedias? ¿Pero no oye Vd. que esa señora está diciendo las mismas necedades que diría doña Mariquita o doña Gumersinda, o la tía Candungas? Que si tuvo un pariente obispo, que si las monjas educaron a la niña sin artificios ni embelecos; que la muy piojosa se casó a los 19 con D. Epitafio; que parió veintidós hijos… así reventara la maldita vieja.
—Pero oigamos —dije yo, sin poder aguantar las importunidades del caudillo—, y luego nos burlaremos de Moratín.
—Es que no puedo sufrir tales despropósitos —continúo—. No se viene al teatro para ver lo que a todas horas se ve en las calles y en casa de cada quisque. Si esa señora en vez de hablar de sus partos, entrase echando pestes contra un general enemigo porque le mató en la guerra sus veintiúnhijos, dejándole sólo el veintidós, que está aún en la mamada, y lo trae para que no se lo coman los sitiados, que se mueren de hambre, la acción tendría interés, y ya estaría el público con las manos desolladas de tanto palmoteo… Amigo Gabriel, es preciso protestar con fuerza. Golpeemos el suelo con los pies[…]”
Pasaje de: Benito Pérez Galdós. “La corte de Carlos IV.” 1783.
Para entender la lectura:
RELEYENDO LA NOVELA LA CORTE DE CARLOS IV de Eugenia Lisenko
...La intención de Galdós al crear sus Episodios nacionales se podría comparar a la de León Tolstoy como autor de la epopeya Guerra y Paz. En La corte de Carlos IV Galdós representa con gran objetividad y realismo a la sociedad madrileña en vísperas de la invasión francesa y la reacción de los representantes de diversos círculos sociales ante la amenaza de la guerra. La acción de la novela tiene ciertas afinidades con los capítulos iniciales de "Guerra y Paz" cuando los acontecimientos trágicos todavía no han empezado.
Pero a diferencia de Tolstoy quien en estos capítulos dedica su atención a la vida de la nobleza rusa describe Galdós el estado de ánimo de diversas capas sociales concentrándose especialmente -como lo demuestra el título-en la corte real. Junto con Gabriel ve el lector la corrupción de los círculos dirigentes y de la familia real y observa el influjo de aquella corrupción en el estado moral de la sociedad española.
La depravación de las clases dominantes contribuyó a despertar en el pueblo la actitud crítica respecto a la nobleza afrancesada y a la familia real. Meditando en la elevación fabulosa de Godoy empieza Gabriel, representante típico del español mediano, a soñar con una carrera semejante. Pero la reacción del hombre del pueblo, del afilador Pacorro Chinitas es diferente: no hay que esperar nada bueno de tales dirigentes, en caso de la agresión francesa el pueblo tendrá que defender la independencia del país…
A pesar de diversos aspectos negativos del absolutismo, de la conducta amoral de los - coronados, de las intrigas y los crímenes que se cometían en los palacios reales, los pueblos ...seguían sintiendo un respeto profundo y una fe ciega en sus monarcas - denominándolos "los reyes católicos", el "zar batiushka", es decir "el padre"...tuvo que ceder a la indignación con la decadencia moral de las capas dirigentes. Como resultado, sobrevino el quebrantamiento del equilibrio social, perturbado ...por las calamidades de las guerras. En España tal momento llegó en los comienzos del siglo XIX, durante la lucha contra la invasión Francesa…
La influencia de Moratín.
...Si es verdad que existen referencias moratinianas en las primeras novelas de Galdós —La Fontana de Oro y El audaz— es en el episodio La corte de Carlos IV donde estas referencias adquieren importancia excepcional. Gabriel de Araceli, protagonista de La corte de Carlos IV, se encuentra, al iniciarse este episodio nacional, ai servicio de una cómica del Teatro del Príncipe, Pepita González. Enamorada "la González" de Isidoro Máiquez y afiliada al bando de los antimoratinistas, el lector tiene ocasión de contemplar las banderías del teatro español a comienzos del siglo XIX, desde el ángulo de los enemigos de Moratin. Con Gabriel de Araceli asiste el lector al estreno de El sí de las niñas, al que se dedica el capítulo II. La acción de este capítulo tiene lugar el día del estreno: el 24 de enero de 1806. Gabrielillo forma parte del equipo de los reventadores (o de los chorizos, como se les llamaba en la época a los tradicionalistas, en oposición a los polacos, partidarios del nuevo teatro neoclásico). Pero aunque el lector vea la representación desde el ángulo antimoratinista, ni un solo momento duda hacia dónde se orientan las simpatías de Galdós. Gabriel de Araceli que ha ido al estreno a silbar, reconoce los méritos de El sí de las niñas: "Hay en dicho acto [el tercero] tres escenas de una belleza incomparable. Una es aquella en que doña Paquita descubre ante el buen don Diego las luchas entre su corazón y el deber impuesto por una hipócrita conformidad con superiores voluntades; otra es aquella en que intervienen don Carlos y don Diego y se desata, merced a nobles explicaciones, el nudo de la fábula y la tercera es la que sostienen, del modo más gracioso, don Diego y doña Irene, aquél deseando dar por terminado el asunto del matrimonio y ésta interrumpiéndole a cada paso con sus importunas observaciones" . Galdós elogia el buen instinto artístico del pueblo madrileño que aplaudió El sí de las niñas, deshaciendo la conjura antimoratiniana de los chorizos. Galdós nos da, además, en La corte de Carlos IV retratos caricaturescos de autores literarios censurados por Moratín, como Luciano Francisco Cornelia (posible Eleuterio Crispín de Andorra en La comedia nueva) y alusiones humorísticas a otros como Cristóbal Cladera (posible don Hermógenes). En este mismo episodio nacional aparece Moratín como personaje vivo, con honda y comprensiva caracterización galdosiana, dialogando con Arriaza, a propósito de las cualidades artísticas de Isidoro Máiquez.
En La corte de Carlos IV Galdós nos deja un magnífico retrato de Moratín, digno émulo del que pintó Goya. Galdós ve a Moratín —a través de Gabriel de Araceli— con admiración y simpatía, pero sin atenuar sus defectos físicos, ni sus limitaciones literarias: "había subido al escenario don Leandro de Moratín, el cual era entonces un hombre como de cuarenta y cinco años, pálido y serio, de mediana estatura, dulce y apagada voz, con cierta expresión biliosa en su semblante, como hombre a quien amaga la hipocondría y entristece el recelo. En sus conversaciones era siempre mucho menos festivo que en sus escritos; pero tenía semejanza con éstos por la serenidad inalterable de las sátiras más crueles, por el comedimiento, el aticismo, cierta urbanidad irónica, solapada, y la estudiada llaneza de sus conceptos. Nadie le puede quitar la gloria de haber restaurado la comedia española y El sí de las niñas... me ha parecido siempre una de las obras más acabadas del ingenio. Como hombre tiene en su abono la fidelidad que guardó al Príncipe de la Paz cuando era moda hacer leña de este gran árbol caído. Verdad es que el poeta vivió y medró bastante a la sombra de aquél, cuando estaba en pie y podía cubrir a muchos con sus frondosas ramas. Si mi opinión pudiera servir de algo, no vacilaría en poner a don Leandro entre los primeros prosistas castellanos; pero su poesía me ha parecido siempre, salvo algunas composiciones ligeras, un artificioso tejido..."
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