lunes, 19 de octubre de 2015

LA ISLA DEL TESORO

ENLACE AL LIBRO JUNTA DE ANDALUCÍA.


LEE EL CAPÍTULO 1: EL VIEJO PIRATA.

Elabora una entrada en tu Blog sobre el Primer capítulo. Resume sui contenido en 6 ó 7 líneas, ilustra la entrada con algunas imágenes.

Capítulo 1
Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow» El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro,
sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro  techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y
tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto,
con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre
los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía: «Quince hombres en el cofre del muerto...¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta
con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de
nuestra posada. -Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente
por aquí, eh, compañero? Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia. - Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! -le gritó al hombre que arrastraba las angarillas-. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días -continuó-. Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál
es mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya. comido ese dinero -dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.
Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un
simple marinero, sino la de un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar.
El hombre que había portado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del «Royal George» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno a la ensenada o por los acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habituales pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de que precisamente lo que
trataba era de esquivarla. Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como
de tiempo en tiempo solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de los forasteros. Yo era el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo, participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Muchas veces, al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo bufido, mirándome con tal cólera, que llegabaa inspirarme temor; pero, antes de acabar la semana parecía pensarlo mejor y me daba mis cuatro peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino con una sola pierna».
No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes del mutilado. En noches de borrasca, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en la cala rompiendo contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla; otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas, correr y perseguirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones. Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo era, de cuantos trataban al capitán, quizá el que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía mas ron
de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes,
ajeno a cuantos lo rodeábamos; en ocasiones pedía una ronda para todos los presentes y
obligaba a la atemorizada clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y a corear sus
cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos los asistentes se apresuraban a acompañar a cuál más fuerte por temor a despertar
su ira. Porque en esos arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha visto;
daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a todos y estallaba enfurecido tanto si alguien
lo interrumpía como si no, pues sospechaba que el corro no seguía su relato con interés.
Tampoco permitía que nadie abandonase la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba soñoliento, y dando tumbos se encaminaba
hacia su lecho.
Y aun con esto, lo que mas asustaba a la gente eran las historias que costaba. Terroríficos relatos
donde desfilaban ahorcados, condenados que «pasaban por la plancha», temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga y otros siniestros parajes de la América Española.
Según él mismo contaba, había pasado su vida entre la gente más despiadada que Dios lanzó a
los mares; y el vocabulario con que se refería a ellos en sus relatos escandalizaba a nuestros
sencillos vecinos tanto como los crímenes que describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre
sería la ruina de nuestra posada, porque pronto la gente se cansaría de venir para sufrir humillaciones y luego terminar la noche sobrecogida de pavor; pero yo tengo para mí que su
presencia nos fue de provecho. Porque los  clientes, que al principio se sentían atemorizados,
luego, en el fondo, encontraban deleite: era una fuente de emociones, que rompía la calmosa
vida en aquella comarca; y había incluso algunos, de entre los mozos, que hablaban de él
con admiración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón» y otros
apelativos por el estilo; y afirmaban que hombres como aquél habían ganado para Inglaterra
su reputación en el mar.
Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos; porque semana
tras semana, y después, mes tras mes, continuó bajo nuestro techo, aunque desde hacía mucho
ya su dinero se había gastado; y, cuando mi padre reunía el valor preciso para conminarle a
que nos diera más, el capitán soltaba un bufido que no parecía humano y clavaba los ojos en mi
padre tan fieramente, que el pobre, aterrado, salía a escape de la estancia. Cuántas veces le
he visto, después de una de estas desairadas escenas, retorcerse las manos de desesperación,
y estoy convencido de que el enojo y el miedo en que vivió ese tiempo contribuyeron a acelerar
su prematura y desdichada muerte. En todo el tiempo que vivió con nosotros no
mudó el capitán su indumentaria, salvo unas medias que compró a un buhonero. Un ala de
su sombrero se desprendió un día, y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso que debía resultar
con el viento. Aún veo el deplorable estado de su vieja casaca, que él mismo zurcía
arriba en su cuarto, y que al final ya no era sino puros remiendos. Nunca escribió carta alguna y
tampoco recibía, ni jamás habló con otra persona que alguno de nuestros vecinos y aun con
éstos sólo cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca pudimos sorprender abierto su cofre
de marino.
Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente, y ocurrió ya cerca de su final, y
cuando el de mi padre estaba también cercano, consumiéndose en la postración que acabó con
su vida. El doctor Livesey había llegado alatardecer para visitar a mi padre, y, después de
tomar un refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar una pipa mientras
aguardaba a que trajesen su caballo desde el caserío, pues en la vieja «Benbow» no teníamos
establo. Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó el contraste que hacía el pulcro y aseado
doctor con su peluca empolvada y sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con nuestros
rústicos vecinos; pero sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo y legañoso
espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestró desvalijador, tirado sobre la
mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente el capitán levantó los ojos y rompió a cantar:

«Quince hombres en el cofre del muerto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!
El ron y Satanás se llevaron al resto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡ Y una botella de ron»

Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto» debía ser aquel enorme baúl que
estaba arriba, en el cuarto frontero; y esa idea anduvo en mis pesadillas mezclada con las
imágenes del marino con una sola pierna. Pero a aquellas alturas de la historia no reparábamos
mucho en la canción y solamente era una novedad para el doctor Livesey, al que por cierto
no le causó un agradable efecto, ya que pude observar cómo levantaba por un instante su
mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando con el viejo Taylor, el jardinero,
acerca de un nuevo remedio para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto, empezó a re-
animarse bajo los efectos de su propia música y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal que
ya todos conocíamos y que quería imponer silencio. Todas las voces se detuvieron, menos
la del doctor Livesey, que continuó hablando sin inmutarse con su voz clara y de amable tono,
mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa.

El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un nuevo manotazo en la mesa y con el
más bellaco de los vozarrones gritó:
-¡Silencio en cubierta!
-¿Os dirigís a mí, caballero? -preguntó el médico. Y cuando el rufián, mascullando otro
juramento, le respondió que así era, el doctor Livesey replicó-: Solamente he de deciros una cosa: que, si continuáis bebiendo ron, el mundo se verá muy pronto a salvo de un despreciable forajido.
La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero fue terrible. Se levantó de un salto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de sus muelles al abrirla y, balanceándola sobre la palma de la mano, amenazó al doctor con clavarlo en la pared.

El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al capitán, por encima del hombro,
elevando el tono de su voz para que todos pudieran escucharle, perfectamente tranquilo y
firme:
-Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor, que en el próximo Tribunal del
Condado os haré ahorcar. Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las miradas,
pero el capitán amainó, se guardó su arma y volvió a sentarse gruñendo como un perro apaleado.
-Y ahora, señor -continuó el doctor-, puesto que no ignoro su desagradable presencia en mi
distrito, podéis estar seguro de que no he de perderos de vista. No sólo soy médico, también
soy juez, y, si llega a mis oídos la más mínima queja sobre vuestra conducta, aunque sólo fuera por
una insolencia como la de esta noche, tomaré las medidas para que os detengan y expulsen
de estas tierras. Basta. Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del doctor Livesey, y éste montó y se fue; el capitán permaneció tranquilo aquella noche y he de decir que otras muchas a partir
de ésta.

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