lunes, 2 de febrero de 2015

Literatura de La Primera Guerra Mundial I.

Libros sobre la Gran Guerra.

El buen soldado Švejk (escrito también como Schweik, Schwejk o Shveik ) es una novela satírica inacabada del escritor checo Jaroslav Hašek publicada en 1921 y 1922.

La primera edición de la obra en libro fue ilustrada por Josef Lada tras la muerte de Hašek. 'Las maravillosas aventuras del buen soldado Švejk durante la Guerra Mundial'. Parte de las vivencias del personaje son sucesos reales sucedidos a Hašek o de los que tuvo noticia, incluyendo en muchos casos los nombres verdaderos de sus protagonistas, muy a menudo para denunciar sus abusos. Estaba previsto que la obra ocupara seis volúmenes, pero llegó a completar sólo cuatro (que las editoriales suelen ofrecer en uno o dos tomos) debido a su repentina muerte en 1923 a causa de una tuberculosis. Está considerada la más importante novela de la literatura escrita en checo.

Aquí tienes un fragmento:
“...En la época en que los bosques que bordean el Raab, en Galizia, se vio huir al ejército austríaco y en que las divisiones del Imperio allá abajo, en Servia, recibían sus buenas palizas, el Ministerio de la Guerra austríaco se acordó también de Schwejk, el cual debía sacar del apuro a la monarquía.
Cuando Schwejk recibió la noticia de que tenía que presentarse en la Isla de los Cazadores para ser sometido al reconocimiento médico al cabo de una semana, estaba precisamente en cama, afectado de nuevo por el reuma.
La señora Müller se encontraba en la cocina preparándole el café.
—Señora Müller —sonó desde la habitación la débil voz de Schwejk—, señora Müller, venga un momento.
Cuando la sirvienta se encontró junto a la cama, Schwejk le dijo en voz baja:
—Siéntese, señora Müler.
En su voz había algo misteriosamente solemne.
Cuando la señora Müller se sentó, Schwejk incorporándose dijo:
—¡Me voy al ejército!
—¡Virgen santísima! —exclamó la señora Müller—. ¿Y qué va a hacer allí?
—Luchar —contestó Schwejk con voz de ultratumba—. A Austria las cosas le van muy mal. Nos están trillando por todas partes como si fuéramos grano, mire uno adonde quiera, y por esto me llaman. Ya le leí ayer en el periódico que nuestra querida patria se ve amenazada por oscuros nubarrones.
—¡Pero si usted no puede moverse!
—No importa, señora Müller, me llevará al reconocimiento en el cochecito. Ya conoce al pastelero de la esquina; él tiene un cochecito de ésos. Hace años llevaba a tomar el aire en él a su malvado abuelo, que estaba paralítico. Usted me llevará al reconocimiento en ese cochecito, señora Müller.
La señora Müller se echó a llorar.
—¿Voy a buscar un médico, señor?
—¡Jamás, señora Müller! Soy una carne de cañón sana de pies a cabeza y en los momentos en que a Austria le van las cosas mal todos los inválidos tienen que estar en su lugar. Haga el café y no se preocupe.
Y mientras la señora Müller, llorosa y excitada, colaba el café, el valeroso soldado Schwejk cantaba en su cama:

El general Windischgrütz y sus señorías
dieron las órdenes al amanecer.
¡Hop, hop, hop!
Dieron las órdenes a voz, en grito:
¡ayudadnos, María y Dios bendito!
¡Hop, hop, hop!

Bajo la impresión del terrible canto de guerra la asustada señora Müller olvidó el café. Temblando y consternada oyó al valeroso soldado Schwejk, que seguía cantando en su cama:

Virgen Santa, te ruego nos ayudes
a pasar los fuertes puentes de Piamonte.
¡Hop, hop, hop.!
En Solferino una batalla se libro
y en abundancia la sangre allí corrió.
¡Hop, hop, hop!
La roja sangre a las rodillas llegó
pues bravo el dieciocho combatió.
¡Hop, hop, hop!
¡No temáis los peligros, compañeros,
pues ya vienen la paga a traeros!
¡Hop, hop, hop!

—¡Por Dios, señor! —fue el lamento que se oyó desde la cocina.
Pero Schwejk terminó su canto guerrero:

Sí, paga y abundante comida.
No hay mejor regimiento en esta vida.
¡Hop, hop, hop!

La señora Müller salió precipitadamente y fue corriendo a buscar al médico. Regresó al cabo de una hora. Schwejk se había quedado dormido.
Lo despertó un hombre gordo que dejó un rato su mano sobre su frente y dijo:
—No tema, soy el doctor Pavek, de Weinberge. Enséñeme la mano… póngase este termómetro en la axila… así… enséñeme la mano… póngase este termómetro en la axila… así… enséñeme la “lengua… más… manténgala así… ¿de qué murieron su padre y su madre?
Y así fue como el doctor Pavek, en la época en que Viena deseaba que todas las naciones austrohúngaras dieran la más brillante muestra de fidelidad y de entrega, recetó a Schwejk bromo contra su patriótico reumatismo y recomendó al valeroso y esforzado guerrero que no pensase en la guerra.

—Quédese en cama, tranquilo. Mañana volveré.
Al día siguiente, cuando volvió, preguntó en la cocina a la señora Müller cómo estaba el paciente.
—Mal, doctor —contestó ella preocupada—. Por la noche, cuando le ha dado el reuma, ha cantado el himno austríaco. El doctor Pavek se vio forzado a reaccionar ante esta nueva manifestación de lealtad del paciente con una elevada cantidad de bromo.
Al tercer día la señora Müller le anunció que Schwejk había empeorado.
—Por la tarde, doctor, ha pedido que fuera a buscarle el mapa de las zonas en que se libran las batallas y por la noche le ha dado la manía de que Austria vencerá.
—Y, ¿toma los polvos tal como le receté?
—No se ha preocupado por ellos ni una sola vez, doctor.
Después de llenar a Schwejk de reproches el “doctor Pavek lo dejó asegurando que no volvería nunca más para cuidar a una persona que rechazaba su ayuda médica y el bromo.
Sólo faltaban dos días para que Schwejk tuviera que comparecer ante la comisión de reconocimiento.
En este tiempo Schwejk hizo importantes preparativos. Ante todo mandó a la señora Müller que le comprara una gorra de militar. Luego la envió a pedir al pastelero de la esquina que le prestara el cochecito en el que había sacado a su maligno abuelo inválido para que tomara el aire. Entonces se le ocurrió que necesitaba unas muletas. Por suerte el pastelero todavía guardaba las muletas de su abuelo como recuerdo familiar.
Ahora sólo le faltaba el penacho de recluta. También esto se lo proporcionó la señora Müller, que aquellos días había adelgazado”



Pasaje de: Hasek, Jaroslav. “Las aventuras del valeroso soldado Schwejk.” 

Tempestades de acero.In Stahlgewittern, narra las memorias del oficial alemán Ernst Jünger en el frente occidental durante la primera guerra mundial. Fue publicada originalmente de modo privado en 1920, siendo uno de los primeros testimonios personales sobre la guerra en aparecer. El libro es una descripción gráfica de la guerra de trincheras. Tras su publicación fue intensamente revisado varias veces.
 “El tren paró en Bazancourt, pueblo de Champaña. Nos apeamos. Con un respeto incrédulo escuchamos atentamente los lentos compases de la laminadora del frente, una melodía que había de convertirse por largos años en algo habitual para nosotros. Allá muy lejos se diluía en el cielo gris de diciembre la bola blanca de una granada de metralla, un shrapnel. El aliento de la lucha soplaba hacia nosotros y nos hacía estremecer de un modo extraño. ¿Presentíamos acaso que, cuando aquel oscuro ronroneo de allá atrás creciese hasta convertirse en el retumbar de un trueno incesante, llegarían días en que todos nosotros seríamos engullidos —unos antes, otros después?
Habíamos abandonado las aulas de las universidades, los pupitres de las escuelas, los tableros de los talleres, y en unas breves semanas de instrucción nos habían fusionado hasta hacer de nosotros un único cuerpo, grande y henchido de entusiasmo. Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera.
Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos
“aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío.
Kein schönrer Tod ist auf der Welt…
[No hay en el mundo muerte más bella…]
¡Ah, todo menos quedarnos en casa, todo con tal de que se nos permitiese participar!
—¡A formar en columna de a cuatro! La enardecida fantasía se iba serenando mientras caminábamos a paso de marcha por el suelo legamoso de Champaña, un suelo difícil de andar. Como plomo pesaban las mochilas, los cartuchos, el fusil.
—¡Acortar el paso! ¡Los de allá atrás no dormirse!
Por fin llegamos a la aldea de Orainville, lugar de descanso del 73.º Regimiento de Fusileros y uno de los villorrios más míseros de aquella región; lo formaban unas cincuenta casuchas construidas con ladrillos o con adobes agrupadas en torno a una mansión señorial que estaba rodeada por un parque.
El tráfago existente en la calle de la aldea resultaba extraño a los ojos, habituados al orden imperante en la ciudad. El personal civil que por allí se veía era escaso, huraño y andrajoso; por todas partes había soldados, soldados vestidos con guerreras gastadas, deterioradas por el uso, y cuyos rostros, curtidos por la intemperie, se hallaban casi siempre encuadrados en grandes barbas. Estos, los soldados, deambulaban a paso lento o estaban parados en pequeños grupos delante de las puertas de las casas; a los novatos nos recibían con bromas. En el portón de un edificio se hallaba encendida una cocina de campaña, que desprendía un aroma a “sopa de guisantes; a su alrededor se amontonaban los encargados de repartir el rancho, metiendo ruido con las marmitas. Aquí la vida parecía estar aletargada, moverse con lentitud. El ya iniciado desmoronamiento de la aldea hacía más honda esa impresión.
Tras haber pasado la primera noche en un pajar de enormes dimensiones, el teniente von Brixen, oficial ayudante del regimiento, nos fue distribuyendo por compañías; esto se realizó en el patio de la citada mansión señorial. Yo fui destinado a la novena.
Nuestro primer día de guerra no acabaría sin dejar en nosotros una impresión decisiva. Estábamos sentados desayunando en el edificio de la escuela, que era el alojamiento que nos habían asignado. De pronto retumbaron sordamente cerca de allí, como truenos, varios golpes seguidos; a la vez salían corriendo de todas las casas soldados que se precipitaban hacia la entrada de la aldea. Sin saber bien por qué, seguimos su ejemplo. De nuevo resonó por encima de nosotros un aleteo, un crujido peculiar, que nunca antes habíamos oído y que quedó ahogado por el estruendo de una explosión. Con asombro veía que a mi alrededor la gente se agachaba mientras corría, cual si un peligro terrible la amenazase. Todo aquello me parecía un poco ridículo; era como si estuviera viendo a unas personas hacer cosas que yo no comprendía bien.

Inmediatamente después aparecieron en la desierta calle unos grupos oscuros; en lonas de tienda de campaña o sobre las manos entrelazadas arrastraban unos bultos negros. Con una sensación peculiarmente opresiva de estar viendo algo irreal se quedaron fijos mis ojos en una figura humana cubierta de sangre, de cuyo cuerpo pendía suelta una pierna doblada de un modo extraño, y que no cesaba de lanzar alaridos de «¡socorro!», cual si la muerte súbita continuara apretándole la garganta. La llevaron a un edificio en cuya entrada pendía la bandera de la Cruz Roja.”

Pasaje de: Jünger, Ernst. “Tempestades de acero.”



“Con un extraño desconocimiento de los hechos volvía en redondo la cabeza para mirar con atención los blancos contra los que aquellas granadas podían ir dirigidas; no adivinaba que nosotros mismos éramos los objetivos contra los que con tanto ahínco se disparaba.
—¡Camilleros!
Teníamos nuestro primer muerto. Un balín de un shrapnel había desgarrado la carótida al fusilero Stölter. En un abrir y cerrar de ojos quedaron empapadas por completo las vendas de tres paquetes. El herido se desangró en pocos minutos. Cerca de nosotros estaban desenganchando en aquel momento dos cañones, que atraían hacia allí un fuego aún más nutrido. Un alférez de artillería andaba buscando heridos en el terreno situado delante de la trinchera; lo tiró al suelo una columna de vapor que se alzó ante él. Se levantó con lentitud y regresó hacia nosotros con una calma acentuada. Nuestros ojos brillaban al mirarlo.
Empezaba a oscurecer cuando recibimos la orden de seguir progresando. Nuestro camino atravesaba un terreno de sotobosque muy espeso, sobre el que llovían los disparos, e iba a dar a uno de los innumerables ramales de aproximación; los franceses, mientras huían, habían ido dejando esparcidos en él sus equipos. Cerca de la aldea de Les Eparges, sin tener ya delante de nosotros tropas de ninguna clase, nos fue preciso cavar una posición en un duro terreno rocoso. Acabé derrumbándome encima de un matorral y allí me quedé dormido. Medio en sueños, veía a veces cómo las granadas disparadas por una u otra de las dos artillerías enfrentadas trazaban, muy por encima de mí, estelas con sus espoletas encendidas.”

Fragmento de: Jünger, Ernst. “Tempestades de acero.”



Gaziel es el seudónimo de Agustí Calvet Pascual (San Feliú de Guíxols, Gerona, 7 de octubre de 1887 – † Barcelona, 12 de abril de 1964), un escritor y periodista español.Sus crónicas sobre la guerra fueron muy leídas en toda España y le consagraron como periodista. 
“La impresión que he experimentado era tan ruda que sentía el deseo de descender del coche para visitar despacio aquellas pobres aldeas, tan monstruosamente destrozadas que ya ni el aspecto de ruinas tienen. Una ruina es algo que deja adivinar bajo su estado actual de decadencia, un tiempo pretérito de esplendor. Así hablamos de las ruinas de Pompeya y de Roma, porque nos queda algo aún de su antigua estructura, algo esquelético, abandonado e inservible, como una jaula varía; pero algo, al fin, que nos indica entre qué límites gustó de encerrarse a sí misma el ave soberana del espíritu. ¡Pero aquí, en estas pobres aldeas, la devastación es tan grande que un labriego, ausente desde hace tan sólo tres meses, no podría hoy, si volviera, adivinar ni el rastro de su miserable vivienda!
   Ni las ruinas de Senlis, que tanto me asombraron, ni las que vimos ayer en Courtacon, Courgiveaux y Monceaux, pueden compararse con estas devastaciones absolutas. Las ruinas de Senlis y de Courtacon son a manera de miembros mutilados y dolorosos de un organismo herido. Pero aquí, ni trazas quedan de organización pasada. Estas no son ruinas; esto es, simplemente, la nada...”

Pasaje de: Gaziel. “En Las Trincheras.” Enlace al artículo de EL PAÍS: Momento Gaziel.


Adiós a todo eso. Robert Graves:

Describe  la participación del joven Graves en la Primera Guerra Mundial, como teniente de los Fusileros Reales de Gales. La sordidez de la guerra de trincheras, los muertos, la suciedad, el largo desgaste entre alemanes e ingleses llenan más de la mitad del volumen, que sin duda hoy tendrá más sabor para un historiador de la época que para un lector de memorias. Verdad que al final aparecen sus amistades poéticas en la guerra, como Siegfried Sassoon o el americano (seguidor de Whitman) Vachel Lindsay.

Actividades:

1.-Busca información de los autores y elabora un texto en el BLOG, sobre su vida y los libros de la Gran Guerra.

2.-Lee los textos y elabora un resumen de 3 ó 4 , líneas de cada texto.

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